El 25 de octubre los chilenos y las chilenas decidieron por una decisiva mayoría del 77,9
por ciento reemplazar su actual Constitución, redactada durante la dictadura de Augusto
Pinochet (1973-1990). El plebiscito fue la respuesta institucional que emergió de las
protestas sociales de finales de 2019. La participación superó el 50 por ciento del padrón,
un dato a destacar si se tiene en cuenta que desde 2012 el voto no es obligatorio en Chile
y que la participación electoral en las últimas elecciones realizadas en el país había
llegado apenas al 36 por ciento.

Respecto del órgano encargado de redactar el nuevo texto -la otra pregunta que se
planteó en la consulta- se impuso con el 79,06 por ciento la opción de la convención
constituyente, que estará integrada por 155 personas electas para ese solo fin y que
contemplará la paridad de género. La elección de los miembros de la convención está
pautada para el 11 de abril de 2021 y, a partir de entonces, tendrán un plazo de nueves
meses -prorrogables una sola vez por tres meses más- para elaborar la nueva
Constitución. El texto resultante será sometido a una nueva consulta popular en 2022, que
será de voto obligatorio y en la cual la ciudadanía decidirá si lo aprueba o lo rechaza.

La opción por el rechazo al cambio constitucional recibió un 22,03 por ciento de los votos,
mientras que la opción de que la nueva carta magna fuera elaborada por una convención
mixta formada por parlamentarios y ciudadanos electos obtuvo sólo el 20,94 por ciento de
los sufragios.

La jornada transcurrió en un ambiente de calma generalizada y sin disturbios, marcada
por la pandemia y las medidas sanitarias impuestas en los centros de votación. Las
imágenes de personas aguardando en kilométricas filas para votar ya presagiaban una
alta participación a pesar de la voluntariedad del sufragio y del temor al contagio de
Covid-19.

La consulta

El plebiscito fue fruto de un acuerdo político entre el gobierno y la mayor parte de las
fuerzas de oposición cuyo objetivo fue darle un cauce institucional a la ola de protestas
desatadas a fines del año pasado contra la desigualdad, la injusticia social y la deficiente
prestación de servicios básicos, que entre masivas manifestaciones pacíficas produjo
también episodios de extrema violencia y represión policial, causante de al menos 30
muertos y miles de heridos.

Los sectores opositores identificados con ideologías de izquierda se manifestaron
partidarios del cambio desde el comienzo. Por su parte, los cuatro partidos identificados
con el espectro ideológico de derecha que integran la coalición gubernamental, se
mostraron divididos entre aquellos que defendían un mero maquillaje constitucional y
quienes apoyaban la elaboración de un texto completamente nuevo.

El presidente Sebastián Piñera no se pronunció públicamente sobre el sentido de su voto
y se limitó a alentar la participación, al tiempo que pidió a su gabinete no involucrarse en
actos públicos en apoyo a ninguna de las opciones.

La constitución parida por la dictadura

La Constitución de 1980 nació con el cuestionamiento lógico a su legitimidad de origen. El
texto presenta serias deficiencias democráticas y requiere altos cuórums para realizar
reformas. El objetivo de ese texto fue principalmente dejar un ordenamiento institucional y legal prácticamente imposible de desmantelar, que garantizara el tutelaje de futuros
gobiernos democráticos por parte de aquellos poderes fácticos que gobernaron junto a
Augusto Pinochet. A modo de ejemplo, la Constitución reserva la figura del senador
vitalicio para los expresidentes, instituida especialmente para que el propio Pinochet
pudiera contar con fueros de por vida una vez que dejara la presidencia.

Desde 1989 la sustitución de la Constitución se convirtió en un tema de discusión. Aunque
la Concertación de Partidos por la Democracia que gobernó desde la apertura
democrática apeló en un principio a las reformas. Para las primarias presidenciales de la
Concertación en 1999 los candidatos hablaban de convocar un plebiscito.

Aquella presión para modificar el texto constitucional en aquellos aspectos denominados
enclaves autoritarios, se descongestionó parcialmente con las reformas del año 2005. El
surgimiento de movimientos sociales entre 2006 y 2011 puso nuevamente en entredicho
la legitimidad de la Constitución. Fue Michelle Bachelet quien durante su segundo
gobierno promovió un proceso constituyente, pero que nunca pudo concretarse
precisamente porque la Constitución no cuenta con un mecanismo de sustitución ni
permite convocar a plebiscitos. Sebastián Piñera, luego de ser elegido presidente para un
nuevo periodo en 2017, descartó modificar la Constitución.

Lo que cambió la historia fue la incontenible ola de protestas iniciadas a mediados de
octubre del año pasado y que pusieron entre sus principales demandas la redacción de
una nueva Carta Magna. La necesidad de una nueva Constitución que reflejara un cambio
institucional sustancial en la vida política y social del país y, en particular, que fuera
redactada por una asamblea constituyente, es decir, que no fuera el producto de un pacto
entre élites de poder ajenas a la realidad popular, fue en aumento. Se organizaron
cabildos ciudadanos, la amplia mayoría de los municipios acordó realizar consultas
populares de hecho y numerosos líderes sociales, analistas y políticos, incluyendo al
presidente del Senado y al vocero de la Corte Suprema, se hicieron eco de esa
necesidad.

Ante la presión incluso de miembros del oficialismo, Piñera se abrió a la posibilidad de
realizar reformas estructurales al texto constitucional, aunque sin entrar en detalles de la
magnitud de dichos cambios ni del mecanismo para realizarlo.

Tras un juego de presiones y negociaciones entre el gobierno y la mayoría de los partidos
opositores, se llegó al denominado Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución.
Uno de los aspectos del acuerdo consistió en reformar la constitución vigente como paso
previo para habilitar la sustitución del texto y la convocatorias a plebiscitos que la
Constitución pinochetista no contemplaba. Este proceso desembocó en la modificación
del texto constitucional en el Congreso que llevó a su vez al plebiscito celebrado el 25 de
octubre, que gozó de legitimidad y legalidad indiscutibles.

De las protestas a la ilusión de un futuro mejor

Para los partidarios del apruebo, la actual Constitución producto de la dictadura es parte
fundamental de la estructura política e institucional que propició una notoria desigualdad
en el país.

Los detractores de la idea de sancionar una nueva Constitución sostienen que bajo el
actual marco jurídico Chile registró el periodo de mayor crecimiento económico de su
historia y que los problemas se solucionan con nuevas leyes y no reemplazando una
Constitución por otra. Ambos tienen tienen razón. La Constitución pinochetista
instrumentó una desigualdad estructural. Solo así Chile registró el mayor crecimiento
económico de su historia, que quedó en poder de los mismos actores políticos y
económicos que propiciaron la dictadura primero y la Constitución ilegítima después.
El análisis del caso chileno resulta sumamente útil para demoler de una vez por todas la
teoría del derrame. Si los sectores opulentos hubieran derramado al menos una parte de esa riqueza que se generó bajo un esquema autoritario y con una democracia tutelada, la
incontenible ola de protestas sociales ocurrida a fines de 2019 seguramente no se hubiera
producido.

El sueño de construir una nueva institucionalidad más independiente, soberana, justa e
inclusiva ya tiene fecha: 11 de abril de 2021. Una vez que el nuevo texto sea sancionado,
las chilenas y los chilenos tendrán el desafío mucho mayor de cumplir y hacer cumplir esa
Constitución, de transformar lo que se redacte en una realidad digna de ser vivida.