Es domingo de elecciones y en el patio de la escuela dos soldados con ametralladoras en la mano custodian las cuatro urnas que hay en Intiyaco. La entrada del edificio, donde funcionan una escuela primaria y dos secundarias, se convirtió en el lugar ideal  para ponerse al tanto con los vecinos. Aunque no haya colas para votar todos demoran la vuelta. Afuera la propaladora del camión verdulero corta el grito de los teros. Vende naranjas de Malabrigo.

“Vendo peras, vendo manzanas, vendo bananas, vendo naranjas mandarinas vendo”.

Intiyaco es un pueblo del norte de la provincia de Santa Fe que ronda los dos mil habitantes. Es parte de esa región que creció entre fines del siglo diecinueve y principios del veinte al ritmo de La Forestal y una vez que la empresa se llevó todo lo que había para llevarse y se mudó, empezó la decadencia. El cierre de los trenes fue el corte definitivo con la fuerza de gravedad para que Intiyaco y la zona quedaran suspendidos en la línea histórica y geográfica.

Sin tierras productivas ni industrias o empresas grandes y con unas pocas horas de agua al día, vivir en Intiyaco es un desafío que se sostiene en base a un clima de familia grande que se percibe a la tarde en las veredas, cuando la gente saca sus sillas para tomar mate o tereré. Ahí comienza el ritual del saludo obligatorio, que generalmente va acompañado de los respectivos nombres y hasta consulta por otros familiares, negarlo u olvidarlo deriva en un corte en las relaciones.

En un paisaje de casas bajas y calles de tierra, el edificio de la escuela primaria y secundaria, inaugurado en 2006, se destaca por ser la construcción más nueva y vistosa del pueblo. Ni bien se ingresa a la escuela, un pasillo divide el camino en dos, en el centro queda el patio y a los costados las aulas. Hoy hay dos mesas con sus respectivas urnas a la derecha y otras dos a la izquierda. En la última mesa de la izquierda el presidente de mesa charla con los dos vocales. Es la mesa número 7.906, que pertenece al paraje Florida.

El paraje está a unos diez kilómetros de Intiyaco por el camino de tierra que lleva a Tartagal. Florida no es más que la estación de trenes, donde ahora vive una familia y algunas casas vacías. Los otros habitantes viven en un campo cercano, aunque legalmente todos tienen domicilio en Intiyaco.

Hasta hace unos años los residentes de Florida votaban en la Escuela de la familia agroforestal que se levantó sobre los galpones de los talleres ferroviarios abandonados y aún con parte del techo caído continúa siendo el edificio más alto de Intiyaco. La escuela abría y organizaba todo el protocolo electoral por esa única urna, aunque los votantes apenas si superaban en número a las autoridades. En cada elección, mezclado entre los nombres de los mismos vecinos de siempre, figuraba el de alguien que nadie conocía y que nunca se presentó a votar: Mateo Romero.

Algunos dicen que era un jornalero del ferrocarril, otros, un trabajador golondrina que se había radicado en una cosecha. Según el padrón tiene más de cien años. Cuando se le preguntó a los Romero de la zona ninguno dijo tener algún conocimiento de él. En todo caso, nadie en la zona vio nunca a Mateo Romero ni tiene algún dato concreto sobre él y eso en un pueblo chico es algo muy raro.

No pasó mucho tiempo hasta que por una cuestión de logística trasladaron de escuela a la mesa de Florida y la llevaron junto con las otras de Intiyaco. El presidente de mesa y los vocales tomaron la noticia con alegría, al menos podrían entretenerse viendo la gente de las otras mesas y encontrarse con los que se fueron del pueblo y volvieron a votar. También los ilusionaba recibir la atención de algún partido cuando llevaba la comida a sus fiscales, porque de más está decir que en la mesa de Florida nunca hay fiscales.

Con cada elección el padrón se volvía más flaco, la eliminación de los nombres se iba dando como en un reality show, las autoridades estaban ansiosas, no por ver quién se sumaba sino quién resistía hasta el último. En las elecciones presidenciales de 2011, los finalistas eran Teresa Cubilla y Mateo Romero, únicos representantes de un paraje que supo ser un punto estratégico cuando el paisaje del norte santafesino se poblaba de trabajadores que venían para la cosecha del algodón o la tala del quebracho.

En esas mismas elecciones Teresa llegó sobre la hora y las autoridades de mesa le tuvieron que perdonar un pequeño acto fallido, cuando entró al cuarto oscuro no encontró la boleta de su candidata y preguntó “¿dónde está la boleta de la vieja gorda?”. Emilce, una de las vocales, que no quería sentir que su tarea había sido en vano, le recordó: “Teresa, dejate de joder y buscala, que encima que sos la única que viene te vamos a tener que anular por voto cantado”.

En estas PASO el padrón llegó con novedades. El cartel que anuncia el apellido de inicio y el de final de la mesa número 7.906 tiene un mismo nombre en el “desde” y el “hasta”. De todas  formas, como indica el reglamento, el presidente y los dos vocales se quedan hasta el final de los comicios y es la primera mesa del país en ser informada. Cuando a la hora de la siesta se les preguntó por el padrón, con total naturaleza dijeron que estaba en el cuarto oscuro. Apoyado sobre un pupitre en el salón de tercer año descansaba el listado con un único nombre: Mateo Romero.