Mirta aclara de entrada que su hijo no era ningún “santo”. Lo tiene bien claro. Maldice un pasado de mucha calle, poca contención, drogas y “mala junta”. “Te gustaría que a mí me roben, pensá siempre eso”, lo increpaba cuando intuía que estaba descarrilado. Así y todo, quiere creer la versión de su otro hijo, Luis, el principal testigo de lo que ocurrió la tarde del 30 de octubre de 2015 en la barranca del río Paraná, a pocos metros de los Silos Davis.

El muchacho relató que estaban pescando junto a Alejandro, su hermano menor, que apareció la policía acusándolos de un asalto, que se asustaron y se arrojaron al agua. Para la fiscalía, en cambio, los hermanos Ponce le robaron a una pareja en el Parque Sunchales y se tiraron al río para no ser detenidos.

Lo que pasó después también tiene versiones encontradas. Los cuatro efectivos de la Comisaría 3º que se asomaron por la baranda declararon que uno de los chicos se hundió y ahogó al no saber nadar. Luis y otros testigos señalaron que los uniformados les arrojaron piedras ni bien cayeron al agua. Él logró salir con un corte en la cabeza, pero Alejandro (23 años) se hundió al recibir un impacto.   

Su cuerpo permaneció desaparecido hasta que fue encontrado en un recoveco del Paraná, al igual que Franco Casco y Gerardo Escobar, otros cadáveres marcados por la violencia institucional. Las tres investigaciones están trabadas y con pocos avances.  

“El fiscal dice que Alejandro estaba robando y que se ahogó. Yo le dije que si fue así la policía tenía que haberlo salvado y detenido, no tirarle piedras para ahogarlo” dice Mirta aferrándose a “leyes básicas” de cualquier sociedad.

Explica desde el sentido común que los policías están  “entrenados para sacar a la gente del agua, para ayudar y no para matar” por más que se enfrenten al peor de los delincuentes. Según ella, esa tarde reinaron los insultos, el odio y los piedrazos.

El médico de la PDI que sacó el cuerpo de Alejandro del agua puso en su informe que la víctima tenía una contusión en el cráneo, lesión que no fue constatada en la autopsia realizada en el Instituto Médico Legal, según explica Guillermo Campana, abogado de la familia. El letrado pidió meses atrás una reautopsia para despejar estas dudas, la que fue denegada por la fiscalía.   

Mirta admite que Alejandro --“Tiki” para amigos y familiares-- no sabía nadar, pero asegura que es “imposible” que se haya hundido en cuestión de segundos en una zona con elementos para agarrarse. “Le rompieron la cabeza de un piedrazo”, dice sin paz.

La mujer tiene en claro que de haber tenido otro apellido, otra residencia, otra condición social la causa judicial no estaría estancada y sin avances. “Si fuésemos una familia con plata, la investigación hubiese sido otra. Acá se culpó a mi hijo de su muerte, lo estigmatizaron, lo que se hace siempre en estos casos”.

Mirta narra una cruda historia de vida que se replica con los mismos patrones en muchas barriadas de la ciudad, donde el olvido, la falta de oportunidades y una exclusión crónica barrern con cualquier intento de contención social. Madre soltera a cargo de cuatros hijos, con una jornada laboral extensa y poco remunerada, y con crianzas sumamente difíciles, con peleas, drogas y robos.

“Yo misma saqué a Alejandro de la droga, le taladré la cabeza sobre la necesidad de enderezar el rumbo y lo llevé un templo evangelista. Iba cuatro veces a la semana, le cambió la cabeza”, cuenta. La muerte llegó en el peor de los momentos, con una “changa estable” y con planes de familia. Se había juntado con una chica que tenía un hijo de seis años de otra relación.

Los pesos para mantenerse los sacaba como “trapito”. Cuidaba y lavaba autos en Plaza San Martín. Cuando le faltaba plata, iba a buscar cartón, cuenta Mirta. La mujer aclara que luchará hasta el último segundo de su vida para que la muerte de su hijo no quede impune. “Lo tendrían que haber socorrido y detenido, pero me lo mataron”, repite sin consuelo.