Donald Trump apela a al mismo “enemigo exterior” inventado en tiempos de George W. Bush para justificar la manutención de la maquinaria bélica estadounidense. Sin anuncios grandilocuentes pero con actos concretos, el presidente del país más poderoso del planeta reconfigura una entelequia que no tiene ni nunca tuvo entidad real, pero que le resultó muy útil al complejo industrial-militar para intervenir en distintos sitios para desplegar el negocio de la guerra y extender su poder.

El “eje del mal” -tal como lo bautizó George W. Bush en 2002- hacía referencia a Irak, Irán y Corea del Norte. El único elemento compartido por esos tres países era que se trataba de autocracias, es decir, de gobiernos autoritarios -aunque distintos entre sí- y que sólo tenían como factor común su desprecio por los Estados Unidos.

Este artificio, ridículo por donde se lo analice, le sirvió al gobierno de Bush para justificar la “guerra preventiva” y la intervención unilateral en distintos puntos del planeta tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Junto con la falacia de las “armas de destrucción masiva” que supuestamente ocultaba el régimen de Saddam Hussein, fueron los argumentos de autojustificación empleados por los estadounidenses para invadir Irak en 2003 y luego ocuparlo durante diez años con la ventaja del acceso a su petróleo y el costo de más de un millón de iraquíes muertos y un Estado destruido de cuyas ruinas emergió nada menos que el Estado Islámico (ISIS).  Tan provechosa fue la creación del eje del mal original, que posteriormente se le agregaron otros tres países: Libia, Siria y Cuba.

Durante los dos gobiernos de Barack Obama, las relaciones bilaterales con Irán y Cuba se distendieron y mejoraron sensiblemente. Con Corea del Norte siempre se mantuvo la tensión, pero su estratégica posición global y su vínculo con China la mantuvieron protegida. Así se explica que estos tres países sean los únicos de los seis mencionados que se mantienen en pie inalterados. Irak y Libia fueron arrasados y no alcanzan a recomponerse. Siria agoniza desde 2011 en una guerra que parece no tener fin.

Resucitar al enemigo

Donald Trump sigue sorprendiendo, ahora a costa de la política exterior de su país, y no precisamente por cumplir sus promesas de campaña. Aquel que pregonaba el acercamiento a la Rusia de Vladimir Putin y auguraba un mundo menos beligerante como consecuencia, aquel que anunciaba que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ya no era tan importante para los Estados Unidos y que parecía darle la espalda a la Unión Europea (UE), desapareció por completo y se convirtió en una versión casi calcada de Hillary Clinton. De la ex candidata del Partido Demócrata se esperaba que hiciera exactamente lo que Trump está haciendo ahora. Porque sin ponerlo aún en palabras, el presidente acaba de resucitar al Eje del Mal. En menos de diez días situó en un mismo lugar a Siria -o lo que queda de ella- y a sus aliados, Rusia e Irán, junto a Corea del Norte, es decir, en el lugar del “enemigo”.

De acuerdo a los conceptos desarrollados por el pensador alemán Carl Schmitt, Trump dejó atrás la dialéctica “amigo-adversario” utilizada durante la administración Obama, para pasar a la dialéctica “amigo-enemigo” de la misma manera en que la utilizara George W. Bush en el pasado reciente, o Ronald Reagan cuando se refería a la Unión Soviética como el “imperio del mal” durante el último tramo de la Guerra Fría. De más está decir que del enemigo se persigue su destrucción, mientras que con el adversario se puede negociar y convivir.

En realidad habría que hacer una excepción con Rusia. Aún no está definido si será adversario o enemigo. De hecho, con toda generosidad de la que es capaz, Trump le dio a Putin la posibilidad de “elegir” en qué bando quiere estar: con su aliado Bashar al-Asad o con Occidente.

El dilema de Putin

El presidente ruso obtuvo su credencial del líder global en el último año, cuando involucró a Rusia de lleno en la crisis Siria, consiguió estabilizar a las fuerzas armadas regulares del país y combatir a ISIS exitosamente en el territorio, al punto de lograr hace pocos meses la expulsión de los fundamentalistas de la estratégica ciudad de Alepo.

A no engañarse, Vladimir Putin es un dictador recubierto de una pátina democrática porque utiliza la regla de la mayoría y le permite a los rusos votar. En Rusia fue un líder desde que evitó la escisión de Chechenia en los años ´90. Reafirmó internamente su liderazgo cuando puso un límite a los avances de la OTAN y la UE en la esfera de influencia rusa en Europa del Este, concretamente en Ucrania. La crisis abierta con ese país, con secesión y posterior incorporación al territorio ruso de la península de Crimea, le valió a Putin el respaldo mayoritario de sus connacionales pero también una condena internacional que llevó al país a un alto grado de aislamiento respecto de la comunidad internacional. Su decisión de intervenir en Siria junto al gobierno de Irán, configuró una experiencia exitosa que afianzó su liderazgo en términos globales, potenciado por el rumor de las eventuales manipulaciones en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses.

Pero justamente cuando parecía que se consumaría un idilio con Donald Trump, llegaron las complicaciones, a propósito de la presunta utilización de armas químicas por parte del gobierno sirio en contra de los rebeldes en la provincia de Idlib, con la consecuente muerte de inocentes.

El gobierno estadounidense, Donald Trump, el complejo industrial-militar, encontraron el argumento necesario para justificar la intervención directa en Siria e intentar imponer sus criterios para la reorganización de un país clave en una región permanentemente convulsionada.

Trump puso a Putin ante el dilema de tener que elegir entre Bashar al-Asad y Occidente. Si opta por su aliado, un dictador venido a menos, Occidente mantendrá el aislamiento económico y la presión militar sobre Rusia, la misma fórmula que erosionó hasta destruir a la Unión Soviética. Si opta por Occidente, Putin perderá su halo de líder patriarcal que tanto obsesiona a los rusos y lo mostrará humano, vulnerable. Aun así, el presidente ruso tiene la posibilidad de elegir, a diferencia de lo que sucede con Irán y Corea del Norte.

Los otros malos de la película

Con los regímenes iraní y norcoreano Trump se mostró más honesto: los despreció desde los albores de su candidatura presidencial. Siempre se opuso al acuerdo que Obama suscribió con la teocracia iraní y que le permite a esta última el desarrollo de energía nuclear con fines civiles siempre que permita controles regulares por parte del Organismo Internacional de Energía Atómica, dependiente de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Trump desconfía de Irán porque responde a la visión de su aliado preferencial en la región, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. Ni a Trump ni a Netanyahu les alcanzará nunca ninguna garantía ofrecida por el gobierno iraní respecto de su desarrollo nuclear. Para ambos, solo existe la hipótesis de conflicto con Irán.

Respecto del régimen del dictador norcoreano Kim Jung-Un, Trump plantea una amenaza física real al enviar la flota estadounidense. El argumento de esta medida es que Corea del Norte, que ya venía haciendo prácticas militares de alto nivel con detonaciones de bombas nucleares y lanzamientos de misiles de mediano y largo alcance, estaría cerca de combinar ambos factores. Desde el gobierno estadounidense estiman que en menos de dos años los norcoreanos podrían estar en condiciones de lanzar misiles nucleares capaces de llegar a California.

Trump amenaza con resolver unilateralmente el conflicto con Corea del Norte y le manifestó al presidente chino Xi Xinping que espera que su país colabore, aunque si no hace, seguirá adelante solo. En ese caso, podría desatarse una crisis de proporciones apocalípticas, porque quedarían involucradas todas las potencias de la región, además de los Estados unidos y corea del Norte, a saber, China, Rusia, Japón y Corea del Sur.

La reconstrucción del eje del mal le sirve a Trump para agitar la paranoia y el miedo dentro y fuera de los Estados Unidos. Quizás lo hace coyunturalmente debido a que su gobierno comenzó en el ámbito doméstico con el pie izquierdo y no logró nada de lo que se propuso, ni ponerle un coto a la inmigración irregular ni reemplazar el plan de salud de Obama por el suyo propio. En ese caso, la irrupción de un enemigo exterior poderoso sirve para generar consenso interno y el abroquelamiento de la población en torno a su gobierno. Quizás lo hace porque así se lo impone el poderoso complejo industrial-militar. Quizás lo hace porque tiene un temperamento agresivo que lo domina. Quizás lo hace por las tres cosas al mismo tiempo. Pero la sensación es una sola: Donald Trump juega con una antorcha al lado de un polvorín.