En Austria se puso en evidencia la expansión de la derecha radical que afecta principalmente a Europa y los Estados Unidos. Puede entenderse por “ultraderecha” a las corrientes de pensamiento o ideologías que sostienen un discurso reaccionario, autoritario y antidemocrático, con un sobredimensionamiento de la identidad nacional, en detrimento de todo lo que sea considerado “distinto”, se trate de diferencias culturales, lingüísticas, religiosas, étnicas, de género, orientación sexual o cualquier otra. Esas corrientes de pensamiento e ideologías son llevadas a la práctica por grupos, movimientos y partidos políticos concretos que se identifican con ellas.

Habitualmente esas agrupaciones utilizan las reglas de juego del sistema político democrático en su propio beneficio para alcanzar el poder. Luego tienden a modificar tanto normas como instituciones con el objetivo de impedir a sus adversarios que puedan disputarles libremente el poder político. Se considera que existe un gobierno de ultraderecha cuando, sobre la base de instituciones no democráticas, éste aplica políticas racistas, xenófobas, y contrarias a cualquier forma de diversidad cultural y religiosa.

La avanzada europea

Hace una semana, la ultraderecha austriaca venció en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. El candidato del Partido de la Libertad de Austria, Norbert Hofer, logró un inesperado 35,3 por ciento de los votos y alcanzó así el primer lugar frente al candidato del Partido Verde, Alexander Van der Bellen, quien pasó de ser favorito a segundo con poco más del 21 por ciento. Ambos deberán disputar un ballotage el 22 de mayo próximo.

Ese resultado se produce en un contexto de endurecimiento del actual gobierno austríaco -una coalición de democratacristianos y socialdemócratas- respecto de la política  migratoria, e ilustra como en Europa central y oriental es cada vez más grande la tendencia a cerrar las fronteras y adoptan ideas de extrema derecha.

El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, que en un primer momento apareció como un referente aislado con sus posiciones políticas extremistas, encontró primero compañía en Polonia de la mano de los ultraconservadores del partido Ley y Justicia, y luego en un creciente número de gobiernos del este europeo. La importancia de Polonia radica en que es la sexta mayor economía de la Unión Europea (UE) y es el mayor de los países excomunistas que se unieron al bloque regional. La confluencia de intereses políticos y de afinidad ideológica entre Polonia y Hungría ya actúa como un contrapoder frente a la autoridad formal de la UE.

En Alemania, el panorama político fue sacudido en marzo cuando el partido Alternativa para Alemania (AfD) obtuvo su primer gran éxito en las elecciones regionales. Desde entonces se prepara para ingresar al Parlamento Nacional tras las elecciones del año próximo. Dicho partido estaba en vías de extinción hace apenas un año, pero la llegada masiva de refugiados debido a la guerra en Siria le dio un nuevo impulso. Algunas encuestas lo sitúan como tercera fuerza política del país y, para ganar votos, sus líderes acentúan sus críticas al Islam.

Las declaraciones anti islámicas de los líderes conservadores indignaron a una buena parte de los parlamentarios y de la opinión pública. “Por primera vez desde el régimen de Hitler, en Alemania hay un partido que desacredita a un colectivo religioso en su conjunto y amenaza su existencia”, expresó el presidente del Consejo Central de los musulmanes alemanes. Por su parte, el portavoz de la canciller Angela Merkel recordó que la libertad religiosa está protegida por la Constitución. La propia Merkel se expresó claramente en defensa de la convivencia religiosa tras los atentados islamistas contra la revista francesa Charlie Hebdo de enero de 2015, cuando suscribió a la frase del expresidente del país Christian Wulff "el Islam es parte de Alemania".

En Francia, crece el Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen. Su propuesta antieuropea, antiliberal, anticapitalista, xenófoba, ultranacionalista, pidiendo la ruptura con la zona euro y la expulsión masiva de inmigrantes, consiguió seducir a un tercio del electorado. Las elecciones regionales del mes de diciembre pasado dejaron al descubierto una Francia partida en tres: casi 7 millones de personas votaron por partidos del centro y la derecha tradicionales, más de 6 millones de electores votaron a la extrema derecha, y casi 8 millones lo hicieron por partidos de izquierda.

En los últimos 50 años Francia tuvo un modelo bipolar, enfrentando a partidos de la izquierda y la derecha tradicionales. Desde diciembre de 2015 parece haber adoptado un modelo de tres polos en el que la la derecha tradicional y la extrema derecha se profesan un odio visceral. Por su parte, la derecha y la izquierda tradicionales mantienen diferencias que les impiden formar una “gran coalición” capaz de vencer a la ultraderecha. Marine Le Pen apuesta a seguir creciendo a expensas de ese duelo entre la izquierda y la derecha tradicionales.

Lo cierto es que en apenas veinte años, el FN se ha transformado en el partido más votado por los obreros y en el segundo más votado por los jóvenes. Fue la formación más votada en las elecciones europeas de 2014 y en las regionales de 2015. Distintos sondeos afirman que Marine Le Pen puede eliminar a Francoise Hollande o a Nicolás Sarkozy en la primera vuelta de la elección presidencial a celebrarse en 2017.

En los Estados Unidos, Donald Trump, dueño de un discurso xenófobo y anti islámico, alejado de las doctrinas conservadoras habituales del Partido Republicano al que representa, está cada vez más cerca de quedarse con la candidatura a la presidencia. El aislacionismo es, por otra parte, uno de los ejes principales del discurso en materia de política exterior de Trump.

Un futuro preocupante

Trump aparece como un caso solitario en América, pero en Europa abundan ejemplos del ascenso de la ultraderecha. Preocupa que los partidos políticos moderados tiendan a adoptar como propios muchos de los reclamos de la ultraderecha con el fin de no perder votos. Es así como muchos países desarrollados comienzan a cerrar no solamente sus fronteras a refugiados e inmigrantes sino también al comercio. El presidente francés Francoise Hollande se muestra cada vez más reticente ante el tratado de libre comercio que la UE negocia con los Estados Unidos y también con aquel que se debate con el Mercosur. Los socialistas afrontan con malas perspectivas las presidenciales de 2017, y temen enajenarse las simpatías de sus militantes más proteccionistas, regalándole nuevos votos a Le Pen.

Además, la ultraderecha tiende a confundir deliberadamente a la opinión pública mezclando el fenómeno del terrorismo fundamentalista con la crisis de los refugiados. El objetivo es la construcción de un chivo expiatorio, de un enemigo común, de un responsable de todos los males occidentales. En su síntesis extrema, se traduciría de la siguiente manera: el responsable de la inseguridad, del desempleo, de la degradación del modo de vida occidental es -invariablemente- alguien que profesa el Islam. Sobre eso, se asocia deliberadamente al creyente musulmán con las características étnicas de cualquier persona que no sea blanca y europea. Como si fuera poco, el ascenso de la ultraderecha refuerza la imagen distorsionada que pesa sobre los occidentales y que el fundamentalismo islámico fabricó para justificar sus acciones. Fundamentalismo islámico y ultraderecha occidental se retroalimentan.

El resultado de las elecciones austríacas no tiene demasiada importancia en estas latitudes por el hecho en sí. Pero es un indicador al que debe prestarse atención, especialmente con miras al ballotage del  22 de mayo. Quizás parezca una casualidad pero no lo es: Adolf Hitler nació en Austria. Su mensaje fue adoptado en casi toda Europa. Al mundo eso le costó una guerra con más de 50 millones de muertos.