Desde que Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, los simplificadores crónicos de la realidad le atribuyen todo lo que les resulta difícil de explicar a un supuesto “efecto Trump”. Es así como el ascenso de movimientos y partidos políticos en Europa están siendo endilgados a la irrupción del empresario en la política con su discurso agresivo y frontal, que presuntamente no hace más que poner en palabras lo que amplios sectores de la población querían decir y no podían. 

En realidad es al revés. El ascenso de Trump es posterior al de distintos políticos calificados de antisistema -independientemente de la ideología que profesen- y todos son consecuencia de un fenómeno muy amplio que, en líneas generales, afecta a todo Occidente, principalmente a Europa.

Existe un marcado descontento de la población en el seno de las democracias occidentales. Aunque todavía ningún analista tiene demasiado claro el fundamento de ese descontento, puede ensayarse alguna explicación de lo que sucede. Parece estar produciéndose una suerte de crisis entre un sector importante de la población que encuentra en los liderazgos políticos tradicionales y su discurso políticamente correcto una forma de engaño recurrente. Con buenos modales, maquillaje y todo el aval proporcionado por consultoras de opinión y medios masivos de comunicación que saturan de noticias, la dirigencia política tradicional “vende” imagen y discurso. El problema es que las personas aquejadas por las dificultades concretas de la vida cotidiana perciben claramente la disociación existente entre esa “realidad virtual” que le muestran y la “realidad concreta” que las afecta. Hay quienes se aprovechan de ese disgusto y se proponen como intérpretes, simplificando los hechos y responsabilizando de todos los males sociales a entes -muchas veces abstractos- con un discurso llano y aparentemente franco.

Allí aparecen los globalifóbicos, los antieuropeístas, los xenófobos, los homofóbicos, los antidemócratas y tantos otros para quienes la culpa de todo la tienen por caso la globalización, la Unión Europea, los extranjeros, los y las homosexuales o todos ellos juntos, amparados en una democracia muy próspera para los ricos y famosos y siempre austera para el resto.

Algunos analistas perciben que la luna de miel entre el capitalismo y la democracia moderna está en un punto de quiebre. Si la democracia propicia la lógica de la acumulación y la tendencia monopólica del capitalismo, entonces mal puede ser el sistema que ampare y ofrezca garantías a los sectores mayoritarios de la población que representa, que invariablemente son los más pobres.

Europa, de este a oeste

Esta corriente de políticos reñidos con el sistema tal como está concebido, comenzó hace años en el este europeo con el ascenso al cargo de primer ministro del húngaro Viktor Orbán, quien en un primer momento apareció como un referente aislado con sus posiciones políticas extremistas, pero encontró compañía en Polonia de la mano de los hermanos gemelos ultraconservadores del partido Ley y Justicia, Jarosław y Lech Kaczyńskiy. La importancia de Polonia radica en que es la sexta mayor economía de la Unión Europea (UE) y es el mayor de los países excomunistas que se unieron al bloque regional. La confluencia de intereses políticos y de afinidad ideológica entre Polonia y Hungría se transformó en un contrapoder frente a la autoridad formal de la UE.

El fenómeno de los movimientos y partidos políticos extremistas se extendió de este a oeste por todo el continente. Llegó a Austria con el ascenso del Partido de la Libertad de Norbert Hofer, quien estuvo a punto de quedarse con la presidencia del país, se acentuó en Francia con el crecimiento del Frente Nacional de Jean-Marié y su hija Marine Le Pen, en el Reino Unido con el UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido) y su líder Nigel Farage, y desde el domingo pasado, el miedo de los europeos encarnó en Italia, a propósito de la derrota del oficialismo en el referéndum cuyo objetivo era modificar el texto constitucional.

Italia se desencantó con Renzi

La crisis política es frecuente en Italia. En esta oportunidad el primer ministro, Matteo Renzi, ató su futuro político personal al resultado de referéndum, de un modo similar al que lo hicieron David Cameron en el Reino Unido respecto del Brexit o Juan Manuel Santos en Colombia respecto del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC.

La reforma de la Constitución tenía varios objetivos, uno de ellos era actualizar el parlamentarismo italiano dotando de mayor poder a la Cámara de Diputados y restándole protagonismo al Senado, entendido como un cuerpo representativo de sectores privilegiados, con demasiados miembros -tiene 315- y oneroso en términos económicos. La intención era transformar al cuerpo en un órgano meramente consultivo y reducir su número a 100 bancas con representación casi estrictamente territorial y financiadas por las regiones y no por el Estado central. Como consecuencia, de esas posibles reformas, la figura del primer ministro se vería fortalecida y el sistema político eventualmente se tornaría más estable. El problema es que la mayoría de los italianos percibió este proyecto de reforma constitucional como una artimaña de Renzi para acumular poder y continuar con una serie de reformas económicas con las que se encuentran seriamente disgustados. El pilar de esas reformas fue la restricción de la inversión en la seguridad social y en la educación.

El resultado fue un catastrófico 60 por ciento partidario del NO a la modificación del texto constitucional. Renzi, que había adherido su imagen al resultado del referéndum, debió renunciar, aunque sus ambiciones por volver se mantienen intactas.

Lo que puso a los europeos al borde del ataque de nervios, fue la percepción de que en Italia se estaba gestando un avance de los sectores antisistema que ya se advierten por todo el continente. Y en una Unión Europea que perdió al Reino Unido, con el retroceso de la izquierda y el avance de la ultraderecha en Francia, Italia cobró un peso político específico mucho mayor. 

La realidad indica que quienes capitalizaron el triunfo del NO en el referéndum fueron el Movimiento Cinco Estrellas, liderado por el comediante genovés Beppe Grillo, y la xenófoba Liga del Norte. Si bien todo eso es cierto, también lo es que el Movimiento Cinco Estrellas no es xenófobo ni excluyente, sino que se propone un cambio de raíz del sistema político italiano, pero sin componentes ideológicos extremistas. También es cierto que Italia tiene una vasta experiencia en materia de crisis políticas y, desde la postguerra, siempre supo salir adelante.

De todas maneras, los europeos tienen motivos para estar nerviosos, porque el florecimiento de la ultraderecha extremista está a la orden del día. Europa en particular y Occidente en general deberían preocuparse. Es todo un dato el hecho de que Angela Merkel, una conservadora sin carisma, quiera ser transformada por políticos y comunicadores sociales en la líder de los valores libertarios occidentales.