Ubiquémonos un poco, porque la situación viene complicada: estamos en 1816 y pasamos seis años a prueba y error respecto a cómo organizarnos políticamente. Pasamos por una conflictuada junta, dos triunviratos y un directorio y la cosa seguía sin arrancar: como patria no sabíamos bien dónde íbamos y de la independencia…ni noticia.

A todo esto se sumaba la sed de venganza de Fernando VII, que en 1814 volvió al trono español después de haber sido apresado por Napoleón en 1808, algo que nuestros revolucionarios del 25 de mayo de 1810 aprovecharon para tomar el poder. Fernandito no andaba con chiquitadas y la cosa venía en serio: para 1815, la corona española había recuperado México, Chile y la “Gran Colombia” (los actuales territorios de Colombia, Ecuador y Venezuela). ¿Algo más?

Sí, desde el lado de Brasil, los portugueses que ya habían tomado parte de la Banda Oriental miraban con cariño imperialista. Bastante complicado todo. Por acá, gente como Güemes, Belgrano, Brown y San Martín no le hicieron las cosas fáciles al compadrito español pero se necesitaba algo más que pelear: una estructura política que sustentara la espada, una declaración formal de esa independencia que se consolidaba después de cada batalla ganada.

Convocatoria al Congreso

En 1815, el Director Supremo Ignacio Álvarez Thomas convocó a un Congreso General a celebrarse en la ciudad de San Miguel de Tucumán con la participación de todas aquellas provincias que formaban parte del antiguo Virreinato del Rio de la Plata. Convengamos algo: Buenos Aires no era muy popular, el interior no simpatizaba mucho con los porteños y hubo cambios en algunas provincias del extinto virreinato.

Desde Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental rechazaron la invitación por estar consustanciados con la causa de José Gervasio Artigas, un federal anti-porteño cuyo análisis nos tomaría un artículo aparte; en la Intendencia de Asunción ya habían decidido independizarse de España en 1811; Montevideo era un bastión realista y no quería saber nada con Buenos Aires y, del Alto Perú, solo las localidades de Chichas, Charcas y Mizque enviaron representantes.

Entre fines de 1815 y principios de 1816, los diputados fueron llegando a la capital tucumana, un lugar en el que, según el historiador tucumano Páez de la Torre, la plaza central era “un espacio abierto donde pastaban los animales”, “raramente se veía una vereda de ladrillos” y “las diversiones públicas eran escasas”. La vida social “duraba lo que la luz del sol” y “sólo algunos mozalbetes en tren de juerga se atrevían a caminar durante la noche”. Evidentemente, los congresales debían abocarse a su trabajo o morir en la más cruenta monotonía, quizás por eso de los 250 días hábiles que estuvieron en Tucumán sesionaron 239.

En la casona de doña Francisca Bazán de Laguna (se recurrió a una casa particular porque el cabildo estaba en refacciones), comenzó a sesionar el Congreso conformado en su gran mayoría por abogados, algunos sacerdotes y un par de militares. Había diputados nacidos en este suelo y los había peruanos, bolivianos y uruguayos; había jovenzuelos como el representante de Mendoza, Tomás Godoy Cruz, de 25 años, y jovatones cuyos calendarios marcaban más de 60 primaveras como el caso del enviado de Mizque, Pedro Ignacio Rivera. Era lo que se puede decir un amplio y heterogéneo “dream team” de la intelectualidad sudamericana.

Los diputados tuvieron bastante trabajo: sus funciones incluyeron banalidades como recibir las quejas de un soldado que fue injustamente castigado por sus superiores, particularidades como decidir ante un reclamo presentado por las autoridades del Cabildo Eclesiástico sobre qué sillas debían ocupar cada integrante en virtud de sus jerarquías y hasta mediar en un conflicto entre Pueyrredón y Dorrego que bien podría haber llegado a una batida de duelo.

Pero también se hicieron cargo de elegir al ciudadano que ocuparía el rol de Director Supremo y controlar de que no se le subieran los humos y se excediera en sus atribuciones de gobierno, se encargaron de reglamentar el uso de la bandera celeste y blanca creada por Manuel Belgrano, que hasta entonces no era considerada oficial, tomaron el compromiso de discutir una forma de gobierno y redactar una Constitución, y además de todo eso, se tomaron un tiempito para, ni más ni menos, declarar la independencia de las Provincias del Río de la Plata.

San Martín, un poco ansioso desde Cuyo, escribió a Godoy Cruz: “¿Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia? ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo?”. El pobre de Godoy Cruz debió haber transpirado varias veces y no por la pesadez del calorcito tucumano, el Libertador le mandaba cartas en las que les pedía una y otra vez por la declaración independencia. Quizás un poco molesto y presionado, el representante mendocino le escribió que decidir cuestiones como éstas no era “soplar y hacer botellas”.

Belgrano también le puso los puntos al Congreso en relación a la independencia. En una reunión con los diputados advirtió que la Revolución de Mayo había tenido la simpatía de las naciones europeas “por su marcha majestuosa” pero, después de su viaje diplomático por el viejo continente, constató que nuestra “declinación en el desorden y la anarquía” nos había quitado frescura y dejado solos en el mapa. Fue así que, como escribió Manuel Estrada, este Congreso debió canalizar los valores de una “revolución casi vencida”.

El 9 de Julio de 1816, el Congreso finalmente declaró la Independencia “de las Provincias Unidas en Sud América” por ser “voluntad unánime e indudable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. Sin embargo, diez días después, el diputado por Buenos Aires, Pedro Medrano, agarró el liquid: algo debía corregirse.

El acta decía que las Provincias Unidas serían libres e independientes del rey Fernando VII pero…¿qué ocurriría si a alguien se le pasara por la mente “ofrecer” estos lares como colonia inglesa, tal como lo hizo Carlos María de Alvear en 1815? ¿qué ocurriría si los portugueses seguían avanzando y dominaban la región o si algún pícaro negociaba con ellos la entrega de estas provincias?

Fue por esto que se hizo una modificación y a “nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” se le agregó "y de toda otra dominación extranjera". Congresales precavidos en la palabra y tecnicistas…ya se señaló que la mayoría eran abogados… pero con esta aclaración fundamental quedó sellada nuestra total y absoluta independencia.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR