El último lanzamiento de un misil norcoreano que atravesó el espacio aéreo de Japón e impactó más de mil kilómetros más lejos, constituye una amenaza y una demostración de poder frente a la verborragia de Donald Trump, que hasta ahora no pudo hacer nada efectivo para contrarrestar ese tipo de acciones intimidatorias.

En ese contexto, dos cosas son seguras. La primera es que los Estados Unidos de Norteamérica ostentan el mayor poder militar del planeta. La segunda es que el dictador de Corea del Norte, Kim Jong-un, podrá ser tildado de muchas maneras, pero no se trata de un loco y mucho menos de un tonto. 

Visto a la inversa ¿cómo es posible que un país pequeño, con un Producto Bruto Interno (PBI) equivalente al de Honduras sea capaz de poner en evidencia el declive del poder político estadounidense a escala global? 

El joven experimentado y el adulto principiante

Kim Jong-un representa la tercera generación de una familia que gobierna Corea del Norte con mano de hierro. Se trata de uno de los últimos regímenes totalitarios del planeta, al menos hasta el momento. La juventud de Kim -tiene sólo 33 años- y la aparente arbitrariedad en sus modos de proceder, esconden en realidad a un hombre frío y calculador, que aprendió todo de su padre y de su abuelo. Es un continuador de un mismo esquema político que le ha servido al régimen para chantajear durante décadas a la comunidad internacional y obtener así los bienes y servicios de los cuales el país no puede proveerse por sí mismo, desde petróleo hasta medicamentos. 

Una de las claves del éxito de Kim se remite a la alta militarización del país, que cuenta con el cuarto ejército más grande del planeta -aproximadamente 1 millón cien mil cuadros armados- y con alrededor del 20 por ciento de su población masculina de entre 17 y 54 años sirviendo en las fuerzas armadas. En los últimos años realizó cinco pruebas nucleares y su gasto militar se estima en el 25 por ciento de su PBI, calculado en alrededor de 40 mil millones de dólares. 

El lanzamiento exitoso del misil que atravesó el espacio aéreo japonés, demuestra que Corea del Norte está dispuesta a defenderse de un eventual ataque estadounidense, con capacidad de alcanzar incluso la base naval de la isla de Guam, lo que de hecho supone que tiene un poder de fuego con posibilidades de llegar a territorio insular de los Estados Unidos. 

Lo cierto es que Corea del Norte tiene una posición geográfica estratégica, equivalente a encontrarse sentado en el techo de un polvorín. Cualquier chispa podría encenderlo y ocasionar la mayor explosión imaginable. 

Donald Trump por su parte, a sus 71 años, demostró ser ser un hombre imprevisible, caprichoso y desmesurado. Su incursión en el complejo mundo de la política data de hace muy poco tiempo y la presidencia de los Estados Unidos es el único cargo público por el cual ha competido y que ha ejercido en su vida. Su inexperiencia respecto de la política internacional es tangible, al punto que Rex Tillerson, su secretario de Estado, ya ni se toma la molestia de decodificar y explicar sus marchas y contramarchas respecto de la política exterior del país. 

El temperamento de Trump juega permanentemente en contra de los intereses estratégicos de los Estados Unidos. Cada amenaza lanzada al régimen norcoreano -y que no es cumplida- le quita poder e influencia a los Estados Unidos frente a la comunidad internacional. Cada amenaza verbal de Trump contrasta catastróficamente con las de Kim, que siempre están respaldadas por el lanzamiento de un misil o por una detonación nuclear. 

El juego de Kim

Donald Trump aseguró que la era de la “paciencia estratégica” ejercida por las anteriores administraciones de los Estados Unidos se había acabado. La paciencia estratégica de sus antecesores era producto del conocimiento respecto de la imposibilidad de los Estados Unidos de intervenir militarmente en Corea del Norte sin provocar una guerra mundial. Es decir, que la paciencia no era producto de un ejercicio de meditación sino de la inexistencia de otra alternativa. La adicción de Trump a los titulares grandilocuentes lo traiciona constantemente. Lo contrario de la paciencia estratégica es, en este caso, la impaciencia torpe del mandatario estadounidense.

Luego, Trump advirtió que respondería con “fuego y furia” si el régimen norcoreano amenazaba a los Estados Unidos con armas nucleares. Una torpeza aún mayor, dado que eso equivale a afirmar que los Estados Unidos podrían iniciar una intervención militar unilateral contra Corea del Norte. En ese hipotético escenario, el régimen de Kim se defendería con todo su arsenal y los Estados Unidos aparecerían como los máximos responsables de una conflagración nuclear global. 

Para decirlo de la manera más sencilla, Kim puso el tablero y las reglas de un juego en el cual las amenazas que Trump arroja al aire fortalecen su posición. Porque si las cumple, ocurriría una guerra mundial con los Estados Unidos como responsable. Y si no las cumple, debilita el liderazgo relativo de los Estados Unidos frente a una comunidad internacional que observa los desafíos norcoreanos a la primera potencia militar del planeta con perplejidad y temor.

Pero el juego de Kim no termina allí. Ante el debilitamiento de la posición estadounidense y los espacios que Trump va dejando vacíos, los gobiernos de China y Rusia aparecen llevando la voz cantante de la racionalidad, la mesura y la exhortación a la negociación y el diálogo. 

Es principalmente el gobierno chino el que mejor aprovecha el juego. Propone, negocia y dispone. Y lo hace a escala global. Tiene interlocutores en sitios tan disímiles e influyentes como el Vaticano, Israel e Irán. 

En el río revuelto de la crisis entre Corea del Norte y los Estados Unidos, la ganancia del pescador es para China en primer lugar y para Rusia en segundo término. Kim no juega solo. Nunca lo hizo.