Mauricio Macri se resignó: ya nunca más será el presidente de todos los argentinos. Eligió cerrar filas hacia su núcleo duro y mantenerse desde ahí en una posición de fuerza. Como cuando el Patón Bauza como técnico de la selección dijo “jugamos muy bien” luego de un partido claramente malo para la Argentina; Macri sentenció: “La gente no paró”. El gobierno y la prensa adepta hicieron pasar sus evaluaciones de la huelga general del 6 de abril por el perfil de los sindicalistas más cuestionados –como si se tratara de un concurso de popularidad-, el minúsculo grupo de encapuchados con palos que cortó un ingreso a Capital Federal y el hecho de que no hubo transporte, como si los choferes del sector no fueran trabajadores y no estuvieran sindicalizados.

La estrategia de confrontación oficial cosecha éxitos parciales. Si hay algo que desvela a Macri es el espejo con el pasado gobierno de la Alianza. Ese temor lo hace impostar autoridad, confrontar sin sentido y –lo más peligroso- endurecer las respuestas ante la protesta social. Los pocos aplausos porque “cagaron a palos a esos negros” que cortaban la Panamericana son cantos de sirena para el oficialismo empeñado en un “cambio cultural” para la sociedad argentina.

Macri sabe que no necesita del 50 por ciento de los votos en octubre. Esto no es el ballotage que lo depositó en la presidencia, con un 34 por ciento de los sufragios podría declararse tranquilo ganador de sus primeros comicios de medio término que serán en gran medida una evaluación de su gestión. Por eso desafía a la CGT con verse las caras en estas elecciones, como si los líderes sindicales pudieran estar en esa disputa en las urnas.

Macri desafía porque aún tiene con qué. Está convencido de que su apoyo se reduce a ese tercio que le alcanzaría para ganar. Sabe muy bien que la oposición no tuvo tiempo de recuperarse de la derrota de fines de 2015 y agita el fantasma del kirchnerismo “salvaje” para disimular la pobreza de su gestión pública. Un tercio para el gobierno, otro para el kirchnerismo y otro independiente que fluctúa donde Cambiemos cree estar en mejores condiciones de cosechar.

Ahí está el escenario que seduce al gobierno. Para los que se entusiasman con las marchas y el paro hay malas noticias: si todo ese caldo de protesta no arraiga en una síntesis electoral, se licuará en las calles. Por eso, del otro lado, Marcos Peña les dijo a los diputados del oficialismo: “No se entusiasmen con la marcha del 1A, acá lo que importan son los votos”. No se equivoca.

Pero la realidad avanza, inexorable, soterrada, carcomiendo el salario de los argentinos, las esperanzas de las familias. Lleva tiempo y nunca es el que esperan o desean los dirigentes. Por ahora el gobierno de Cambiemos puede enmascarar su ineficacia con trucos más o menos certeros, pero las estrategias tienen fecha de vencimiento.