Suele atribuírsele inteligencia a quien aprende de sus propios errores y sabiduría a quien aprende de los errores ajenos. Pero para que cualquiera de esas opciones prospere, resulta necesario contar con capacidad crítica y conocimiento de la historia. La memoria es esencial como bitácora de viaje, como iluminación que permite ver el camino hacia adelante, como registro de las experiencias propias o ajenas que permiten al menos aspirar a la inteligencia o a la sabiduría. En caso contrario, el riesgo de repetir con o sin matices los errores, se convierte en certeza.

Mirar atrás para ir hacia adelante

A 40 años de la recuperación de la democracia -hasta ahora ininterrumpida- en Argentina, asistimos a la réplica de un fenómeno que no es solamente local, como es la asociación de fracaso económico con fracaso de la democracia en tanto sistema político. El fracaso económico tiene sin dudas sus raíces en el fracaso del proceso de toma de decisiones políticas. Las razones demandarían extensas páginas. Pero resulta excesivo tergiversar el fracaso de una dirigencia política y social que no pudo, no supo o no quiso, con el fracaso de la democracia entendida como sistema de valores, como aspiración colectiva, como el conjunto de reglas de juego que hace viable el equilibrio de los poderes públicos y, por lo tanto, de la libertad de la población en su conjunto.

Me tomo entonces la licencia de recordar algunas lecciones que deja la historia ante un proceso electoral controvertido en Argentina. Lo hago porque entiendo que esa controversia no está dada por un dilema -falso a mi juicio- a favor o en contra de determinado partido o ideología política, sinó por una antinomia que opone valores democráticos y republicanos por un lado, y lineamientos autoritarios e inspirados en el odio por el otro. Antinomia que parecía saldada pero que a la luz del debate político y social actual, no lo está.

A comienzos de la década de 1930 Alemania cargaba sobre su espalda una dura derrota en la guerra. El país también sufría las consecuencias de la crisis económica de 1929, de impacto mundial. Ante un panorama signado por una inflación desmesurada, dificultades para encontrar empleo, el derrotismo y la violencia callejera, una profunda frustración y un resentimiento creciente invadió a la sociedad alemana, cuya oferta política se polarizó cada vez más marcada y
rápidamente. Surgió una expresión política que se nutrió de todo eso. Fue el Nacionalsocialismo o Nazismo. Ante ese fenómeno, la dirigencia política tradicional primero intentó ignorarlo, luego lo combatió con tibieza y, finalmente, intentó aliarse a él para impregnarse de su legitimidad creciente en términos de apoyo popular, el cual, dicho sea de paso, nunca fue muy superior al orden del 30 por ciento del electorado mientras la democracia se mantuvo en pie. Pese a que Adolfo Hitler y sus seguidores siempre manifestaron lo que aspiraban a hacer si llegaban al poder, los conservadores
monárquicos que reivindicaban un pasado autoritario al que consideraban una “edad dorada”, prefirieron creer que se trataba de un conjunto de dislates propios de un hombre raro. Hitler era raro. Vegetariano y abstemio, con una inexplicable relación sentimental con su sobrina (que acabó con el suicidio de ella), el hombre que descargó su odio contra el judaísmo al que convirtió en chivo expiatorio de todos los males de la época, sólo parecía amar a sus perros.

El Nazismo fue al comienzo funcional a la derecha conservadora para sacar de las calles a los comunistas y para correr a un costado a los socialistas en el Parlamento, a quienes se responsabilizaba de las negociaciones que habían llevado a desventajoso Tratado de Versalles, que suponía una carga económica difícil de remontar para Alemania. Pero cuando la crisis social se tornó difícil de manejar, la derecha conservadora decidió entregarle el gobierno a Hitler y sus jóvenes compañeros para que impusiera el orden el mejor de los casos, o fracasara y se fuera. Pensaron en Hitler y sus seguidores como en una turba “manejable”. Tal como lo expresó el historiador Karl Dietrich Bracher, la historia del ascenso de Hitler, es la historia de su subestimación. Todo lo que vino después es harto conocido. Hitler y el Nazismo pudieron producir tamaña destrucción sin borrar una coma de la Constitución. Porque llevaron adelante una “revolución legal”. Mediante medidas progresivas se adueñaron del Parlamento y abolieron al resto de los partidos políticos para pasar luego a “legislar” a gusto del líder.

Argenmania

Por supuesto que en la Argentina actual hay enormes diferencias. También hay similitudes. No hubo una guerra reciente, las derrotas suelen ser autoinfligidas. No hubo crisis económica global pero la pandemia y una sequía de la que no hay antecedentes causaron estragos. No hubo Tratado de Versalles pero si un endeudamiento externo sofocante e interminables negociaciones que conducen a callejones siempre oscuros. Sí hay inflación, sí es insuficiente el empleo, sí hay derrotismo, sí hay violencia en las calles y por sobre todas las cosas hay muchísima frustración y un peligroso
resentimiento se respira en el aire. Es en este marco que emergió el liderazgo de Javier Milei y ese heterogéneo entorno que lo rodea, lo dice y lo desdice en las redes sociales, que se parecen bastante en su nivel de agresividad a las calles de Berlín en los albores de los años '30. Ante la frustración y el resentimiento, amplios sectores del periodismo lo insufló, ya fuera porque “medía bien” o porque representaba la idea de acabar con una dirigencia política que se desprestigió a sí misma. Dicho sea de paso, la derecha conservadora local, en actitud vampírica, intenta nutrirse de legitimidad fresca y
lo ha buscado para “domesticarlo”, sin percibir que podrían convertirse en su primera víctima.

No es solamente una cuestión de formas, de decir las cosas con virulencia. Es de fondo. Relativización de los efectos de la última dictadura militar. Negación del genocidio. Reimplantación de la “teoría de los dos demonios”. Exacerbación del individualismo y de la economía de mercado como forma de vaciamiento del entramado social. Búsqueda de una sociedad de masas en el sentido que le daba Hanna Arendt, el de “una soledad acompañada”. Postulación de peligrosos instrumentos de democracia directa como el plebiscito para dirimir enfrentamientos entre los poderes públicos.

Algo propio de los regímenes autoritarios que confunden deliberadamente “democracia” con la mera aplicación de la regla de la mayoría. Para que exista democracia deben cumplirse en simultaneo tres presupuestos mínimos y básicos: aplicación de la regla de la mayoría, respeto sin restricciones a los derechos de las minorías, libertad de opinión e información. Y un detalle no menor, las democracias modernas son siempre representativas y nunca directas. “El pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes” indica con meridiana claridad la Constitución Nacional.

Ninguna historia es igual a otra y ningún país es igual a otro. Pero ¿en su afán por evitar ser “Argenzuela” no correrá el país el riego de convertirse en “Argenmania”?

Volver al pasado

La historia reciente ha demostrado que las formas actuales en las que actúa el autoritarismo son mucho más solapadas. Brasil bajo en gobierno de Jair Bolsonaro, los Estados Unidos durante el período de Donald Trump, Hungría bajo el gobierno de Víktor Orban y la emergencia de movimientos de extrema derecha en todas las democracias planetarias han dado la pauta de que ya no es tan sencillo provocar un giro completamente autoritario en un sistema político. Sin embargo, sí se producen movimientos que son regresivos y que lejos de mejorar algo, lo empeoran todo. Si ante un incendio existen tres posibilidades, a saber, arrojar agua con un balde, no hacer nada, o arrojar combustible, está claro cuál es la peor de las decisiones posibles. 

Argentina no decide solamente quién va a gobernar. Decide si va a intentar resolver sus problemas con mayores dosis de democracia o con mayores dosis de autoritarismo.

La Libertad Avanza supone de “libre” y de “avance” en términos de progreso, lo mismo que el Nacionalsocialismo supuso de “socialista” y de “nacional”. Nada.

Es sencillo advertir que el Nazismo no fue socialista. Pero tampoco fue nacionalista al confundir deliberadamente amor por lo propio con superioridad frente a lo ajeno y lo distinto. Sin contar que, además, supuso la destrucción de lo propio. Se calcula que Alemania perdió al menos 7 millones y medio de vidas durante la Segunda Guerra Mundial a la que condujo el Nazismo. Como consecuencia, el país fue partido en dos y tardó décadas en reconstruirse. ¿Se merecía Alemania al Nazismo?

Como dijo el sociólogo Pablo Seman, la dirigencia política argentina seguramente se merece un triunfo de Milei. La Argentina no. ¿Está el país más cerca de la sabiduría, de la inteligencia o de cometer una gran estupidez?