El divorcio entre el pueblo peruano y su dirigencia
La caída del segundo presidente en dos años y medio pone en evidencia que la política peruana gira en torno a los intereses de la dirigencia y no de las necesidades populares.
Las protestas contra el recientemente formado gobierno interino de Manuel Merino y contra el Congreso se suceden a diario en un país duramente golpeado por la pandemia de Covid-19. Con aproximadamente 1057 muertes por cada millón de habitantes, podría considerarse a Perú el más afectado de Latinoamérica. En Lima, los manifestantes, principalmente jóvenes, se mantuvieron en las calles pese a los abusos de la policía, que disparó perdigones contra quienes portaban carteles que expresaban Merino no es mi presidente, Congreso usurpador o coreaban esos lemas en el centro de la capital. Los agentes también detuvieron a personas que no participaron en las protestas, simplemente por encontrarse en el lugar. Varios organismos defensores de los derechos humanos alertaron contra los excesos.
Las manifestaciones de quienes no se sienten representados por el Congreso y consideran ilegítima la destitución de Martín Vizcarra, quien fue expulsado mediante la figura constitucional de permanente incapacidad moral, se registraron por lo menos en otras 15 ciudades del país.
¿Qué pasó?
La dirigencia política peruana parece ausente frente a la confluencia de las crisis económica y sanitaria abiertas por la pandemia y que ha puesto en jaque al modelo económico de mercado que desde comienzos de siglo parecía dar solamente buenas noticias a la macroeconomía del país.
El lunes pasado eso quedó en evidencia cuando el Congreso depuso al hasta entonces presidente Martín Vizcarra, a quien la fiscalía investiga por la presunta recepción de sobornos cuando fue gobernador en 2014.
Independientemente de que los sondeos de opinión indican que la ciudadanía se mostraba a favor de que el presidente fuera investigado, los estudios también indicaban que más del 90 por ciento de los peruanos preferían que concluyera su mandato el año que viene tras las elecciones convocadas para el mes de abril. Haciendo oídos sordos y con el antecedente de la destitución en 2018 del presidente electo en 2016 Pedro Pablo Kuczynski -de quien Vizcarra era vicepresidente- el Congreso decidió permanecer encerrado en su propia burbuja.
Otra pauta del estado de alienación de la dirigencia política del país está dada por las reacciones fuera de Perú. Ningún país latinoamericano reconoció oficialmente al gobierno interino de Manuel Merino a excepción de Paraguay. Tampoco lo reconoció la Organización de los Estados Americanos (OEA). Respecto de la represión a los manifestantes disconformes, Amnistía Internacional exhortó a las autoridades a poner el respeto por los derechos humanos en el centro de su respuesta inmediata y de sus políticas públicas, y recordó que el rol de las fuerzas de seguridad debe ser el de proteger a la población, respetando el derecho a la protesta pacífica y el de la Justicia investigar todo acto de violencia y establecer las responsabilidades penales que correspondan.
Debilidad institucional y cálculo político
Cuando la represión es la respuesta, la falta de argumentos sustentables por parte de los gobiernos suele encontrarse entre los motivos. El gobierno interino impuesto por el Congreso reprime porque no puede justificar ante la ciudadanía un reemplazo presidencial a sólo 5 meses de las elecciones. Especialmente cuando la fiscalía investiga las acusaciones por presunta corrupción contra Vizcarra.
En este punto, puede advertirse la debilidad institucional de la democracia peruana. Ni Vizcarra ni Kuczynski gozaban de un respaldo parlamentario significativo y eso explica en gran medida la caída de ambos, mucho más que la figura constitucional de la permanente incapacidad moral. No obstante ello, esa figura debería ser revisada dado que se convirtió en un medio para que el Congreso pueda desplegar conductas -como mínimo- reñidas con el sistema de pesos y contrapesos de una república presidencialista y con el espíritu mismo de la democracia.
La realidad más inquietante es que los partidos políticos peruanos funcionan como cáscaras vacías, como el packaging o el envoltorio necesario para obtener cargos.
Carecen de la fortaleza institucional necesaria para sostener un programa de gobierno o un candidato en un cargo clave. Más todavía cuando no cualquier discusión sustancial respecto del rumbo económico estuvo durante años fuera de plano. El único partido que parece lo suficientemente constituido aunque en torno a una figura y una cuestión más bien familiar, es Fuerza Popular, el partido del clan Fujimori. Porque a todos los inconvenientes anteriores, hay que agregarle en Perú la variante autóctona de la grieta, que pasa por el clivaje fujimorismo-antifujimorismo.
El Congreso peruano, atomizado políticamente, ofreció suficientes muestras de actuar por despecho o por venganza debido a la disolución del cuerpo que en enero de este año llevó adelante Martín Vizcarra, en una actitud que también fue cuestionable. La potestad presidencial de disolver el Congreso en determinadas situaciones también está expresada en la Constititución, y también debería ser revisada por contradecir la impronta republicana y democrática.
La caída de Kuczynski primero y de Vizcarra después, obedece más a las artimañas de las disputas internas que se juegan en el Congreso que a una persecución genuina de honestidad o de buen gobierno. En esta última oportunidad el grado de encierro en el microclima propio preocupa y mucho. El Congreso parece haberse puesto de acuerdo para expulsar al presidente e imponer uno propio que le permita actuar con desparpajo en beneficio de sus integrantes cuando afuera del recinto el pueblo padece. Es por eso que el gobierno interino de Manuel Merino nació con un vicio de legitimidad que los peruanos y las peruanas hicieron notar inmediatamente en las calles.
El fin oculto
El objetivo principal de la dirigencia política involucrada en este proceso de concentración de poder del Congreso y que lo condujo a designar presidente interino a uno de sus integrantes, es manipular el proceso de elección de los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional. Seis de los siete jueces deben ser reemplazados por haber vencido su período y el Congreso actual ha diseñado un proceso de selección rápido para colocar a candidatos afines a las bancadas cuyos líderes políticos tienen problemas judiciales. Las tres bancadas que conforman la mayoría legislativa tienen a sus líderes investigados por corrupción u otros delitos, o bien están presos.
El divorcio entre el pueblo peruano y su dirigencia política podría adquirir ribetes dramáticos si el conflicto institucional no se encauza rápidamente pero, por sobre todas las cosas, si la ciudadanía concluye que sus representantes ya no la representan.