La fórmula para dejar atrás a Bolsonaro
Lula da Silva muestra sus dotes de alquimista político con el objetivo de vencer al actual presidente en las elecciones previstas para el 2 de octubre.
Semanas atrás se formalizó la alianza más interesante de la política brasileña en los últimos tiempos. Luiz Inácio Lula da Silva oficializó que el candidato a vicepresidente de su fórmula será Geraldo Alckmin. Para quienes prestan atención a la política brasileña, la imagen es llamativa.
En realidad, esta alianza podría ser interpretada como el mayor logro involuntario de Jair Bolsonaro. Su gobierno, que fue impotente para sacar al país del estancamiento, que lo sumergió en una crisis de salud pública por el desmanejo de la pandemia de Covid-19 (Brasil es el tercer país del mundo con más contagios y el segundo con más muertes) y que polarizó a la vida política y social a niveles insoportables, logró sin embargo que dos adversarios de toda la vida dejaran al costado sus diferencias para aliarse. El objetivo inmediato es recuperar el poder, aunque si todo queda solamente en eso, Brasil estará en graves problemas. No debería perderse de vista que lo que hay que recuperar es la política y, por ende, la convivencia.
Una alianza estratégica entre adversarios Que el Partido de los Trabajadores (PT), fundado por el propio da Silva, se alíe con otro del centroderecha para ampliar una alianza electoral y asegurar gobernabilidad no es una novedad. Ya lo había hecho en las dos elecciones en las que Lula fue electo presidente y en las dos en las que lo fue Dilma Rousseff. Esa mecánica dio resultado hasta que el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) conducido por Michel Temer, traicionó los acuerdos preexistentes para adueñarse del gobierno en medio del escándalo del petrolão y la investigación Lava Jato, como medio para garantizar impunidad para
políticos y empresarios.
La novedad radica en que esta vez la alianza se produjo con el histórico rival del PT, es decir, el Partido de la Sociademocracia Brasileña (PSDB). Para ello, primero limaron asperezas y acordaron los dos líderes históricos de ambas formaciones: Lula y el expresidente Fernando Henrique Cardoso. Fue como producto del este gran encuentro que Lula consiguió que Geraldo Alckmin, a quién derrotó en las elecciones de 2006, un peso pesado del centroderecha, se conviertiera en su compañero de fórmula en la batalla electoral para vencer primero y suceder después a Bolsonaro.
Al igual que Lula, Alckmin, de 69 años, lleva más de medio siglo en primera fila de la política brasileña. Fue dos veces gobernador de São Paulo, diputado, alcalde y concejal. Y siempre se mantuvo como uno de los hombres fuertes del PSDB, hasta que el escenario político tradicional se desmoronó y dio lugar al “voto bronca” y a la llegada de Bolsonaro.
La asociación con Alckmin es el elemento clave de la estrategia de Lula para constituir un frente amplio en defensa de los valores democráticos y republicanos por encima de las divergencias ideológicas. “Ya fui adversario de Alckim, de Fernando Henrique (Cardoso), de (José) Serra… pero nunca nos faltamos el respeto”, sintetizó Lula.
Sumar a Alckmin supuso superar algunos obstáculos. El exgobernador tuvo que abandonar su partido de toda la vida para sumarse a la campaña de Lula, previa afiliación al Partido Socialista de Brasil (PSB). También hubo que contar con la aprobación de los otros socios del PT. Debe recordarse que en las elecciones presidenciales de 2018 Alckmin fue el candidato del PSDB y obtuvo el peor resultado de su historia. Además, él presidía la formación cuando adoptó la neutralidad en la segunda vuelta, en lugar de tomar partido por el PT o por Bolsonaro.
Lula ha destacado la extensa trayectoria de servicio público de quien es ahora su candidato a vicepresidente. “Necesitamos la experiencia de Alckmin y la mía para arreglar Brasil”, sostuvo. Insistió también en que ganar en las urnas en octubre “tal vez” sea más fácil que la reconstrucción que Brasil requiere. Habría que obviar el “tal vez”.
Alquimia política
Faltan menos de seis meses para que la mayoría del electorado brasileño determine si prefiere el regreso del PT al poder o la profundización del giro a la derecha que inició al elegir a Bolsonaro en 2018, mientras Lula estaba preso. El líder progresista encabeza las encuestas desde hace meses, pero su ventaja, aún holgada, parece estancada en torno al 40 por ciento de intención de voto.
Es por eso que la alianza política tejida por Lula implica una federación electoral y de gobierno con una duración pautada para los próximos cuatro años y que reúne a varios partidos del espectro ideológico de izquierda en lo que se denominó Federación Brasil de la Esperanza (FE Brasil), e incluye además del PT y los socialistas, al Partido Comunista de Brasil y al Partido Verde.
De más está decir que el ala más radical del PT y algunos de los partidos situados a su izquierda criticaron el desembarco de Alckmin como una capitulación ante la derecha. Pero Lula logró limar las reticencias con el argumento de que la gravedad de la situación requiere grandes pactos y visión política. La alquimia logró sus efectos y el 13 de abril se formalizó a Alckmin como compañero de fórmula del expresidente.
Pero la magia de Lula no se acaba ahí. Cuando está junto a Alckmin, que es un católico conservador, evita cualquier referencia a asuntos espinosos tales como el aborto. Ya había generado polémica al defender que la interrupción del embarazo debe ser tratada como una cuestión de salud pública. Posteriormente insistió en esa idea pero tras puntualizar que él personalmente está en contra y recordar que es padre, abuelo y bisabuelo.
Ganar y gobernar
El fundador del PT tiene perfectamente claro que para aspirar a un tercer mandato de ninguna manera alcanzaría con la mera suma de los votos del arco ideológico de izquierda. Resulta imprescindible atraer al centro y a una parte del centroderecha que hace cuatro votó por Bolsonaro, en blanco o se abstuvo. Quienes se desencantaron con Bolsonaro constituyen el electorado más preciado. Hace cuatro años el odio al PT estaba extendido y fue crucial para que millones de personas aparentemente moderadas otorgaran su confianza a un diputado veterano con una agenda económica liberal y de reivindicación de la dictadura como Bolsonaro.
Aunque las encuestas indican actualmente que la polarización que representan Lula y Bolsonaro deja poco espacio más, el PSDB y otros pequeños partidos de centro siguen intentando construir una alternativa bajo el nombre de Unión Brasil. La candidatura presidencial del exjuez Sergio Moro ya fue descartada y él se unió a ese espacio. Aunque sea pequeño, si ese grupo centrista logra sumar votos, será muy posiblemente el que incline la balanza en un eventual balotaje. En ese contexto Alckmin sería decisivo.
Brasil está en precampaña electoral desde que sorpresivamente Lula fuera rehabilitado, cuando los jueces anularon las condenas por corrupción que lo llevaron a la cárcel mediante procesos cuestionados. Desde entonces, no tardó en establecer contactos con referentes de casi todo el espectro ideológico para construir alianzas que desbordaran su espacio político e incluyeran todo el territorio del país.
Si bien la defensa de la democracia es la prioridad para Lula, a partir del 7 de mayo, cuando comience oficialmente la campaña, deberá dedicarse a las urgencias que dicta la realidad, tales como la inflación, que está en cifras récord para Brasil, la pérdida del poder adquisitivo, el hambre: en definitiva, los efectos de una crisis económica profunda y prolongada. Y otro tema que además de urgente, pondrá en juego la vida y la muerte planetaria. La industria de la soja recrudece la deforestación de Brasil. Un informe alerta que, a pesar de los compromisos asumidos por el sector, las grandes comercializadoras de soja han incrementado la destrucción de zonas de alto valor ecológico en la Amazonía.
El 17 por ciento de las importaciones de soja brasileña que los países europeos realizan están vinculadas a la tala ilegal en zonas de altísimo valor ecológico.
Lula está haciendo todo lo que está a su alcance para ganarle a Bolsonaro. Pero cabe preguntar si estará a la altura de las circunstancias para gobernar a sus 76 años un país que multiplicó su complejidad desde que él dejó la presidencia el 31 de diciembre de 2010.