Mucho se ha escrito y hablado en la última década y media acerca del crecimiento económico peruano, a pesar de que el país muestra una clara inestabilidad política. Los últimos seis presidentes estuvieron salpicados por escándalos de corrupción. Entre ellos, dos fueron a prisión, uno estuvo prófugo, uno fue destituido, uno renunció para no serlo y uno se suicidó cuando iban a buscarlo para detenerlo.

Fue en este marco que la semana pasada el actual mandatario, Pedro Castillo, quien asumió el gobierno en julio del año pasado, con la intención de acabar con la corrupción y con la inestabilidad institucional, logró evitar la destitución en el Congreso por segunda vez. Cabe preguntarse entonces ¿Qué pasa en Perú?

Economía y política

Es importante aclarar en primer lugar, que el crecimiento macroeconómico peruano de los últimos lustros no se tradujo de manera consistente al bolsillo de los peruanos y las peruanas. No hubo “derrame”, aunque sí estabilidad económica. Esa escasa o nula redistribución de los dividendos del “milagro peruano” fue uno de los factores que condujo a las manifestaciones sociales a finales de 2020, cuando la Pandemia de Covid-19 dejó al descubierto que el “milagro” se esmeraba por quedar contenido y no derramarse. Salud, educación y transporte no llegan ni en la calidad ni en la cantidad a la enorme masa de la población que más los necesita.

En segundo lugar, la política peruana se encuentra atravesada por fenómenos que pueden observarse en casi todas las democracias occidentales. Se trata de la debilitación de los partidos y los sistemas de partidos políticos, el ascenso de liderazgos personalistas y su instalación través de los medios de comunicación y las redes sociales y, también, de la polarización idiotizante en torno a esos liderazgos, también conocida como “grieta”.

Pero además de eso, Perú tiene algunas particularidades de su estructura institucional que facilitan esa inestabilidad política que tanto contrasta con lo que sucede con la macroeconomía. La unicameralidad del Congreso facilita que mayorías ocasionales destituyan de un plumazo a los presidentes. En los sistemas bicamerales, con que el presidente cuente con apoyo en uno de los recintos, el problema del juicio político queda neutralizado. El Poder Ejecutivo tiene a su vez la potestad de disolver al menos una vez al Congreso y convocar a elecciones. Ambos mecanismos resultan perniciosos en la medida que socavan la legitimidad popular de la que goza el otro poder. Más aún en un contexto de atomización del Congreso.

Cabe decir además, que el juicio político en sí mismo debería ser escrutado en profundidad. En los últimos tiempos parece haberse convertido en un arma del lawfare antes que en una herramienta institucional cuyo objetivo es desalojar a servidores públicos que se comportan como beneficiarios propios.

En el caso peruano entonces, hay grieta, hay corrupción y, al no existir partidos políticos fuertes, la atomización en el Congreso actúa sobre el poder presidencial al cual presiona, limita y, -eventualmente- ejecuta.

Todo lo dicho, sin contar los desaciertos del propio presidente. Castillo llegó al poder con
un mensaje de apoyo a los pobres y de lucha contra las empresas extranjeras extractivas
que le valió el apoyo de los más desfavorecidos. En este tiempo, le confió la economía a
políticos sólidos que han mantenido los mercados al alza y la moneda estable. Pero la
vacilación de sus gabinetes frenó reformas sociales y económicas estructurales y
necesarias.

Son muchas las fuentes que describen a Castillo como un hombre hermético, rodeado de
asesores que controlan su agenda. La minoría legislativa con la que gobierna lo obliga a
buscar alianzas con otros pequeños grupos políticos que, llegado el momento, puedan
frenar un proceso de destitución. El resultado, es una amalgama de ideologías e intereses
contrapuestos.

El mandatario es un docente de 52 años llegado del campo, que hizo campaña con un
partido marxista-leninista, Perú Libre, integrado por sindicalistas y líderes universitarios de
la vieja izquierda, muy conservadores en lo social, homófobos y misóginos. Cuando
Castillo llegó por sorpresa a la segunda vuelta y fue entonces cuando se le unieron
sectores progresistas de Lima que confiaban en imponerle una agenda moderna. Esta
heterogeneidad en su base de apoyo explica oscilaciones escandalosas como la de
sustituir en el gabinete a una funcionaria feminista por un ultraconservador denunciado
por maltrato, o el nombramiento como ministro de salud de un médico que publicitaba un
agua milagrosa. El resultado de estos vaivenes salta a la vista: cuatro gabinetes
completos cambiados en sólo ocho meses de gobierno.

La destitución que no fue

La semana pasada el Congreso no alcanzó los dos tercios de la mayoría especial requerida para destituir al presidente. Los partidos de derecha que impulsaron el “pedido de vacancia” del mandatario reunieron 55 votos a favor y quedaron lejos de los 87 que exige la Constitución. Los legisladores que respaldan a Castillo lograron 54 votos y hubo 19 abstenciones.

Con una acusación que constaba de 20 puntos, entre los que se encontraban denuncias por presunta corrupción y por “falta de rumbo”, la moción rechazada constituye un llamado de atención para un gobierno diletante. Por ahora, al mandatario le alcanzó con este precario sistema de apoyos y su legitimidad popular para sostenerse. Al momento de la votación asistió personalmente al Congreso para mostrar su “respeto por el estado constitucional y sus herramientas de control" y que su lucha es #para servir al país#. Habrá que ver si el llamado de atención surte efecto.

Pero más allá del hecho en sí, en las napas de la política peruana hay otra discusión relacionada con la figura de quien divide con mayor fuerza las aguas: Alberto Fujimori. En simultáneo con el proceso de destitución en el Congreso, el Tribunal Constitucional ordenó que se hiciera efectivo el indulto que a finales de 2017 el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski le otorgara. En 2018, el Juzgado Supremo de Investigación Preparatoria lo declaró inaplicable al tiempo que ordenó la captura y reclusión de Fujimori en un establecimiento penitenciario, a raíz de una resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre la supervisión de cumplimiento de los casos Barrios Altos y La Cantuta contra el Estado peruano por violación de los Derechos Humanos. Los indultos son improcedentes en delitos contra la humanidad.

Debe señalarse que ese indulto fue resultado de una negociación política cuando Pedro Pablo Kuczynski enfrentaba una moción de destitución como la que acaba de enfrentar Castillo. Esa moción no prosperó porque 10 congresistas del partido político fujimorista Fuerza Popular se abstuvieron a último momento, a cambio de conseguir la libertad de su líder.

A pesar de todo, el Estado peruano cumplirá con el pedido de la CIDH de suspender la excarcelación de Fujimori. Sin embargo, cabe conjeturar que detrás del pedido de destitución de Castillo también se ocultan operaciones del fujimorismo, con el objetivo de presionar al mandatario hasta convencerlo de allanar el camino a la libertad del exmandatario, quien gobernó Perú entre 1990 y 2000.

Fujimori divide como nadie la vida política peruana. Para un sector de la población es el artífice de la estabilidad económica y el líder determinado que acabo con la guerrilla de Sendero Luminoso. Para otro sector, es un genocida y un corrupto que dividió para siempre a la sociedad peruana.

Lo cierto es que en Perú parece reeditarse la figura que la ciencia política le atribuyó al sistema político italiano entre 1945 y 1990 denominada “vivir sin gobernar”, consistente en prosperidad económica con inestabilidad política. El tiempo acelerado de la política peruana demostrará si Pedro Castillo y su gobierno lograrán romper esta dinámica perversa. Para eso hará falta ingeniería constitucional y -lo más difícil- cambios en la cultura política.