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Después todos se preguntan cómo pasó, cómo fue posible. Los procesos se van habilitando de a poco, los discursos marginales dejan de serlo y pasan a ocupar una centralidad  impensada hasta hace poco. Así sucedió y así parece estar pasando. El odio al extranjero, infundado, ridículo y totalmente fuera de contexto histórico en Argentina, la tolerancia a la violencia, al armamentismo, al gatillo fácil. Tentaciones rápidas y a mano para la “solución” de diversos problemas que requieren políticas serias y constantes del Estado. Ni la política, ni la sociedad parecen tener ese tiempo, esa paciencia. Y es una verdadera calamidad.

De pronto y tras la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, la derecha sintió hinchado el pecho y se abrió el espacio para volver a expresar determinadas cuestiones. El senador Miguel Pichetto tiró la primera piedra al pedir echar “a patadas en el culo” a los extranjeros que delinquen. Inmediatamente se sumó el primo del presidente, el intendente de Vicente López Jorge Macri, que pidió discutir la ley de migraciones. No podía tardar en hacer alguna declaración el propio presidente Mauricio Macri que solicitó “dejar de ser lo estúpidos” que recibimos a los extranjeros en cualquier ocasión.

Como consecuencia de este repiqueteo mucha gente empieza a sentir que el problema de la seguridad es básicamente el delito que alimentan los extranjeros en el país. No importa que las estadísticas digan que el índice de presos no argentinos es realmente insignificante, si hay alguien a mano para descargar culpas e ineficacias varias, mucho mejor.

Lo mismo sucede con la violencia. Esta vez habilitada por la propia ministra de Seguridad Patricia Bullrich que tomó como natural que alguien vaya por ahí portando un arma. “Es una decisión personal”, dijo la ministra y enseguida agregó que “nosotros preferimos que no estén armados, pero es una decisión individual”, dijo a la salida de una cena en Córdoba donde era notorio que la había disfrutado mucho.

En rigor no se trata de un decisión individual sino más bien de un delito. En nuestro país está prohibido portar armas y los permisos por fuera de las fuerzas de seguridad, son muy rigurosos. Pero no se puede esperar otra cosa de un gobierno que trató como a un héroe al policía Luis Chocobar que acribilló por la espalda a un ladrón que le había robado a un turista norteamericano en Buenos Aires.

A pesar de los elogios presidenciales hacia el policía, la Corte Suprema ratificó el fallo que lo condena por homicidio. Hay todavía un resquicio de justicia, porque ese mismo tribunal entendió que no era posible otorgarle prisión domiciliaria al represor Miguel Etchecolatz. El presidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz perdió las dos votaciones.

La genial película de Benjamín Naishtat “Rojo”, trata de esto mismo. De cómo una sociedad va habilitando de a poco la violencia, el holocausto que se va a cernir sobre la Argentina a partir del golpe de 1976. De cómo ese golpe al que después todos consideraron un “horror”, iba siendo habilitado silenciosamente por amplios sectores que daban vuelta así la cara a sus propias miserias.