Estuvo presa nueve años en un psiquiátrico, encerrada en una jaula. “Creían que era un monstruo, una pantera”, dijo en una entrevista periodística. Y cuando recuperó la libertad quiso que la olvidaran y que su historia se perdiera en las viejas páginas de las secciones policiales. Pero Agata Cruz Galiffi se había convertido en una leyenda, cuando con poco más de veinte años apareció al frente de una banda que reunía a mafiosos, pistoleros y anarquistas, y lo siguió siendo por más que eligió una vida retirada, en Caucete, provincia de San Juan, donde murió en 1987. Su nombre es hoy una clave.

Nacida el 14 de julio de 1916 en Gálvez, provincia de Santa Fe, Agata Galiffi fue hija de Juan Galiffi, Chicho Grande, y de Rosa Alfano. “Es la suprema debilidad sentimental de su padre -afirmó una crónica publicada en 1938 por la revista Ahora-. Galiffi la crió con delicadeza, apartándola de todas sus actividades delictivas. Recibió una educación esmeradísima. Jamás le presentó a ninguno de sus colaboradores y cómplices (…) Tal vez la única virtud de este tipo de delincuente es el gran cariño que siente por su hija Agata, joven de singular belleza, de trato afable y de notable cultura”

En 1935 Chicho Grande fue deportado a Italia, acusado por actividades mafiosas, y ella se casó con el abogado Rolando Gaspar Lucchini. Cuatro años después fue acusada de liderar un grupo que intentó asaltar un banco en San Miguel de Tucumán, después de construir un túnel. En ese momento se convirtió en la protagonista de incontables crónicas, con su explosiva combinación de belleza, audacia y un carácter indomable que conjugaba la veneración por el padre, cierto feminismo y el desprecio por las convenciones sociales. Y sobre todo por el hecho de ser mujer y ocupar un lugar completamente inesperado para su género.

Sin embargo, Ágata no fue la única mujer que se hizo notar en las organizaciones mafiosas tradicionales. Entre sus antecesoras se encuentra Catalina Tuttolomondo, integrante del grupo de José Cuffaro, alias Peppo Budello, conformado exclusivamente por naturales de Raffadale, provincia de Agrigento, Sicilia, y responsable de varios secuestros extorsivos en la década del 10 y del asalto al tren número 20. La Justicia de Rosario pidió su captura en 1916, cuando tenía 18 años y desapareció de los lugares que lugares que solía frecuentar, mientras la mayoría de sus compañeros cayeron presos.

La “familia” de Cuffaro alquilaba dos casas en las afueras de Rosario y las había acondicionado con la construcción de sótanos -en realidad, pozos desprovistos de iluminación y de cualquier comodidad- para ocultar a secuestrados. Catalina Tuttoloondo vivía en una de ellas junto con su compañero Luis Curaba y estaba a cargo de la atención a las víctimas.

En los primeros años de la mafia siciliana en la Argentina aparecieron otras mujeres en gestos aislados para proteger a sus hombres del acoso de la policía, anécdotas que eran recogidas como una curiosidad no exenta de temor por la prensa. Una excepción fue Vicenta Spina, detenida en 1914 al ser acusada de formar parte del grupo que lideraba Nicolás Ballestreri. Se dedicaban a las extorsiones y los secuestros,  entre ellos el de un niño de 8 años, Antonio Bevacqua. La policía rosarina pensaba que Spina no tenía demasiada injerencia en los asuntos del grupo, pero pronto descubrió que, estando presa, se “carteaba” con Ballestreri mediante el envío de mensajes en clave.

Las mafiosas se mostraban más impulsivas que los hombres y por eso mismo, a veces, más audaces: salían revólver en mano a la calle a defender a sus maridos o insultaban a los policías que iban a buscarlos y les cerraban la puerta en la cara. Pero el protagonismo de las mujeres en la crónica roja se explicaba también por cuestiones sociales antes que delictivas y en particular por la ruptura de grupos familiares que tenían por efecto los movimientos migratorios. Pese que a los inmigrantes se mantenían en contacto con sus familiares, los años, la distancia y las dificultades para reunirse en América producían resquemores y conflictos. Los motivos de numerosas vendettas surgieron de estas situaciones: la venganza mafiosa aparecía con frecuencia como la forma de salvar el honor de una mujer, o más bien la familia a la que representaba.

Flores de la mafia

Las mujeres tuvieron un rol importante en el secuestro de Abel Ayerza, cometido en octubre de 1932 en zona rural de Marcos Juárez, provincia de Córdoba. El primer juez que investigó el caso, Francisco Setien, describió una rigurosa “división del trabajo” entre el núcleo de la organización mafiosa, integrado por las personas que planearon y cometieron el secuestro y se encargaron de negociar el rescate y quienes hacían el apoyo logístico, con tareas que incluían ocultar y atender a Ayerza, escribir y llevar cartas y telegramas y parar la oreja para espiar a la policía. Las mujeres se destacaban en el segundo grupo, mientras el primero estaba integrado por hombres ya prontuariados, con antecedentes por otros delitos, que en consecuencia no podían exponerse, como José La Torres, Santos Gerardi y Romeo Capuani, antiguos secuaces de Francisco Marrone, Chicho Chico.

Los mafiosos circulaban entre Rosario y Corral de Bustos –donde una insospechable familia de verduleros, los Di Grado, tenía cautivo a Ayerza- y se comunicaban a través de sus mujeres. Fue una medida de seguridad que terminó contribuyendo, paradójicamente, a la perdición del grupo y al desenlace trágico de la historia.

El 30 de octubre de 1932, dos amigos de Ayerza le pagaron el rescate a Salvador Rinaldi en la zona sur de Rosario. María Sabella de Marino fue encargada de comunicar la novedad a Corral de Bustos. Como era analfabeta, hizo redactar un telegrama a su hija, Graciela Marino; esta chica sería la primera en ser bautizada por la prensa “La flor de la mafia”, título que después le arrebató Ágata Galiffi.

Marino redactó un famoso telegrama con la frase “Manden el chancho, urgente”. El destinatario era Alfonso Dallera, precisamente un criador de cerdos; pero el “chancho” no era otro que Ayerza. Desde entonces, y hasta la actualidad, la palabra se usa entre los delincuentes para nombrar a la víctima de un secuestro.

El problema fue que Dallera había caído preso en una razzia. El mensaje lo recibió su mujer, Alcira Medina, que estaba al tanto de la situación y llevó la novedad a Pabla Dazzo de Di Grado, en cuya casa estaba oculto Ayerza. Según una versión de esa historia, en algún paso de ese tránsito el mensaje se distorsionó, como una especie de teléfono descompuesto, y se convirtió en “Maten al chancho”. Ayerza fue asesinado dos días después y su cuerpo permaneció oculto en un campo hasta que la policía lo descubrió en febrero de 1933.

Del otro lado, la gran protagonista de la historia era otra mujer: Adela Arning de Ayerza, la madre de Abel. Desde la muerte de su esposo, célebre médico de la época, ella era la cabeza de una de las familias más importantes de la aristocracia porteña, con llegada directa a los círculos de poder y a los gobiernos militares de la Década Infame.  El caso Ayerza enfrentó así a las mujeres de dos clases sociales antagónicas.

 

La mujer infernal

Ágata Galiffi empezó a ser buscada el 29 de diciembre de 1938, cuando su amante Arturo Pláceres y Cayetano Morano se tirotearon con la policía después de ser sorprendidos en un bar vecino a la Aduana de Rosario. El enfrentamiento provocó la muerte de los policías de Investigaciones Juan Espíndola y Marcos Cordero, y del propio Morano, después de varios días de agonía. La policía detuvo a un cómplice de Galiffi, el ex comisario Juan Terrarosa, en cuya casa se encontró un mapa de San Miguel de Tucumán con anotaciones “que convergen en el edificio de un importante banco”, según informó entonces la prensa.

El diario Crítica esbozó entonces un primer retrato de Ágata: “Desde sus primeros años vivió en la atmósfera del delito, efectuando su aprendizaje en las reuniones en que se planteaban hechos resonantes que figuran en las crónicas policiales. En este ambiente de tenebrosos contornos fue formándose el espíritu de esta mujer, que actualmente se caracteriza por su temple varonil, su odio a la policía, su seguridad en cada decisión”. Apenas tenía 23 años.

Teresa Cacciatore, una mujer que alojaba a Ágata y también fue detenida, dio otros detalles. Había un plan en marcha para “entrar por debajo de la tierra a una casa de Tucumán, donde había grandes tesoros”. Parecía un folletín de aventuras. Las averiguaciones quedaron en suspenso hasta que el 22 de mayo de 1939 la policía de  Tucumán detuvo a Agustín Fernández Mediano, químico de profesión y oriundo de Buenos Aires, con 388 billetes de mil pesos y 64 de cien, todos falsos, que según dijo había recibido de Arturo Pláceres y Ágata Galiffi.

Al día siguiente, la policía rosarina detuvo a la pareja en la casa de Tomás Clarke, un obrero ferroviario que les daba asilo. Agustín Fernández Mediano aportó más detalles, entre ellos un diario donde había registrado observaciones sobre sus cómplices, entre ellos Rolando Lucchini, “el hombre que consigue por amistad lo que no se puede conseguir por dinero”, una alusión a sus contactos políticos. Sobre Ágata Galiffi decía que “los pistoleros la temen y la respetan; es una mujer excepcional”.

El origen de la historia se remontaba a octubre de 1938, cuando Galiffi y  Pláceres alquilaron una casa en avenida Belgrano 1805, en la capital tucumana, con el pretexto de instalar un negocio. Unos días después se mudaron a otra casa, vieja y en mal estado, en Rivadavia 164, y con otro proyecto para explicar a los curiosos: ahora se proponían abrir una pensión.

La casa necesitaba refacciones, y enseguida comenzó a trabajar una cuadrilla de obreros. El 5 de noviembre, la pareja dejó Tucumán tan misteriosamente como había llegado. El 26 de mayo de 1939, la policía tucumana ingresó en la casa de calle Rivadavia y descubrió que de allí salía un túnel que se dirigía exactamente hacia la sede del Banco de la Provincia. Era una “verdadera obra de ingeniería”, como había dicho Teresa Cacciatore, que tomaba como punto de orientación el reloj de la torre del banco, y se accedía a él, por una escalera, a través de un pozo de 4,70 metros. En total, cubría 120 metros y terminaba su recorrido bajo el tesoro del banco.  Pero la bóveda resultaba inexpugnable, porque estaba protegida por una losa de cemento y acero.

La prensa mostró en principio una actitud ambigua ante la hija de Chicho Grande, describiéndola alternativamente como una joven ingenua y como una mujer fría y calculadora. “Ágata Galiffi –señaló el diario Crítica– se presenta ante policías y jueces altiva, arrogante, expresando sin disimulos su desprecio por los primeros y por los segundos, acusándolos de fabricantes de delincuentes. Sin embargo, sufre espectaculares crisis nerviosas... Exige toda clase de consideraciones, pero no se considera obligada a retribuirlas. Hace cada vez más amargas y duras sus reconvenciones contra la sociedad y la justicia”. En la Jefatura de Policía de Rosario, “se acostó en un sofá y se entretuvo leyendo una vieja revista”, porque “le gustan las novelas de amor”.

- No voy a ser pasto de quienes quieran hundirme -le dijo al corresponsal de Crítica-. ¡Quiera o no quiera la sociedad todavía no soy una delincuente, ya que no se me ha probado delito alguno, ni se me probará!

Los primeros intentos de la policía por tomarle declaración fueron infructuosos. “Cada vez que era conducida al despacho del jefe de la División de Investigaciones –dijo La Capital–, simulaba sufrir una aguda crisis de nervios y prorrumpía en gritos y llanto.  Ayer [el 27 de mayo de 1939] debió ser identificada, pero hubo que suspender la tarea porque no quiso que los empleados le sacaran las impresiones digitales”. Trasladada desde el Asilo del Buen Pastor -actualmente un geriátrico- para un nuevo interrogatorio, “un agente la tomó por los brazos para indicarle por dónde debía dirigirse y, toda indignada, le asestó una fuerte bofetada en el rostro”.

La belleza de Ágata no escapó a la observación periodística. “La esposa del doctor Lucchini –dijo La Nación– es de rostro pequeño, de pómulos salientes, mirada brillosa y cabello negro, con tonalidades rojizas”. Un periodista de Crítica precisaba la clave de su poder de atracción: “Sus ojos, sobre todo, producen un efecto singular. Brillantes y fuertes, están en constante acecho. Es su arma más poderosa [...] Y Ágata no lo ignora. Por eso les ha dado una sombra artificial, de afeites cuidadosamente combinados”.

También se mostraba irónica. El diario Crítica cuenta que “cuando alguien le habla, siempre responde: 'Y bien... usted se halla ante la mujer infernal'".

El 4 de junio de 1939, Pláceres y Galiffi fueron llevados en tren a San Miguel de Tucumán. Al llegar, la primera en descender fue Ágata; “yo soy una dama honesta, esposa de un distinguido profesional y no está lejano el día en que lo probaré y entonces todos se arrepentirán de haberme tratado como a una delincuente”, declaró.

Una entrevista

El 18 de junio, Crítica la entrevistó en la cárcel:

- ¿Qué vino a hacer a Tucumán?

- Me propusieron abrir una casa de pensión a todo lujo, y como consideré interesante el proyecto, accedí como lo hubiera hecho cualquiera.

Ágata Galiffi decía no saber nada del túnel ni de los billetes falsos, que según la policía habían sido encargados por Juan Galiffi a Otto Ewert, un fámoso falsificador, como regalo de bodas para su casamiento con Lucchini:  “Apela a todos los recursos de la coquetería femenina. Se resiste bravamente a hablar mucho”, decía el periodista, antes de continuar el interrogatorio:

- ¿Por qué no se presentó a la policía, sabiendo que se la buscaba en todo el país?

- Porque los empleados de la justicia rosarina no me merecen confianza, y porque la detención de mi madre y el suicidio de mi abuelito me arrastraron a esta situación. Yo atribuyo a la policía de Rosario la responsabilidad de la muerte de mi abuelito. No respetó jamás sus años y lo molestaban a cada momento.

La entrevista se volvía por momentos dramática: “La noche, la inquietud, la ansiedad, el terror, mi vida es así -afirmaba Ágata-. Como ustedes imagnarán, llena de desazones de angustias, de sobresaltos, de lucha permanente”. También recordaba el impacto que le provocó la expulsión de su padre, cuando ella tenía 16 años y cursaba la secundaria en el Liceo Normal de Rosario (sic). “El episodio me abrmó, pero con todo logré afrontar las cifíciles circunstancias y me dispuse a construir de nuevo el hogar destruido. Quería devolverle a mi padre toda la consideración a que era acreedor. Aquí en la cárcel leo y sueño como siempre. ¡Ah, si pudiera siempre vivir soñando! Cuando cursaba el segundo año del Liceo soñaba con llegar muy alto”.

- Lo inexplicable es que haya sido arrastrado a una vida tan desordenada -seguía el periodista.

- Usted se apresura... La casualidad nos lleva de la mano como niños, como juguetes...

- Pudo darse cuenta de que estaba descendiendo...

Pensamos de distinta manera: yo creí que ascendía.

¿Entre pistoleros?

- Entre caballeros. Nosotros tenemos la convicción de que un pistolero, como usted lo llaman, no debe confundirse con el resto de los hombres. Además, mis amigos son personas cultas, correctas, agradables...

- Hay hombres que no valen nada y otros que valiendo mucho no comprenden a la mujer. - remataba.

El castigo

El 23 de junio la llevaron al Hospital de Alienados de San Miguel de Tucumán, donde la pusieron bajo la custodia de unas monjas. “La celda tenía un metro ochenta de largo por un metro veinte de ancho. Los barrotes eran gruesos, fuertes, pero igual forraron la celda con alambre tejido. Tenían miedo de que me escapara, y entonces fabricaron esa jaula”, contó en 1972, cuando dos periodistas de la revista Gente la entrevistaron en Caucete, donde vivía.

En esas condiciones, la prensa le atribuía planes fantásticos. “Ágata Galiffi tramaba una invasión desde la cárcel en Tucumán”, anunció la revista Ahora como título de una disparatada versión sobre un plan de fuga. Según la crónica, “la Flor de la Mafia” consideraba tres posibilidades: construir un nuevo túnel; recurrir a amigos de su padre, que fueran a rescatarla armas en mano cuando tuviera que ir a declarar a la Justicia o bien que directamente tomaran por asalto la cárcel “provocando la sublevación general de los presos”. El cierre del relato reforzaba la condena de “la mujer infernal”: “El solo pensamiento de lo que hubiera resultado de llevarse a término este último plan, revela el grado de audacia de la Flor de la Mafia, que no trepida en comprometer la paz de toda una provincia, lanzando a la calle una cantidad fantástica de delincuentes con tal de recuperar su libertad”.

La realidad fue mucho más gris que aquellas ficciones. En abril de 1944 la Justicia Federal la condenó a siete años de prisión por circulación de dinero falso; esta pena fue unificada al año siguiente con la impuesta por la tentativa de robo al banco y en definitiva recibió una condena de trece años de cárcel. “Sólo podía hablar con las monjas, que me contaban cosas; llorar y rezar el rosario hasta que conseguía dormirme. La celda no tenía baño. El único baño del lugar lo compartía con las enfermas. Cada vez que iba, tenía que ponerme una especie de túnica y unos grandes zuecos de madera. Pero eso no era lo malo. Lo malo eran los gritos de las enfermas, esos aullidos en la noche”, dijo.

El 16 de junio de 1948 salió en libertad condicional por buena conducta, con la obligación de residir durante un tiempo en San Miguel de Tucumán. “Su salida de la comisaría, que se mantuvo en reserva –dijo el diario La Gaceta–, pasó desapercibida para las personas que transitaban por el lugar. Vieron solamente a una mujer que salía acompañada de algunos empleados policiales y tomaba un vehículo. Eso fue todo”. Un año antes había sido liberado Rolando Lucchini, quien le hizo una demanda de divorcio. Arturo Pláceres recuperó la libertad en 1959 y se radicó en Buenos Aires, donde trabajo en la sección de expedición del diario Crítica.

En adelante, la historia de Ágata Galiffi transcurrió en secreto. Vivió en Rosario, en Buenos Aires, en Villa Constitución y trabajó como empleada de un bar, enfermera y recolectora de avisos para un periódico. Finalmente se radicó en Caucete, para dedicarse al cultivo de viñedos en la propiedad de su padre. Se casó con un hombre llamado Julio Fernández y adoptó una niña, Karina, nacida en 1967. Murió en 1987, y desde entonces su figura y su historia fueron materia de diversas investigaciones periodísticas, ficciones (como la novela Ágata Galiffi, de Ester Goris), películas, documentales y estudios especializados, como el reciente libro Mafia Life. Love, Death and Money at the Heart of Organized Crime, de Federico Varese, profesor de Criminología en la Universidad de Oxford, quien relata la historia de Ágata, “an Argentinian Godmother”, en un capítulo sobre mujeres destacadas en la historia de la mafia.

Los problemas con la ley continuaron en la familia Galiffi, ya que el yerno, Guillermo Verón, fue condenado por una estafa. Desde la cárcel, en San Juan, el hombre defendió la memoria de Ágata, “una mujer bellísima, con mucha alegría, muy respetada”.