Cuando Rosas le puso los puntos a Francia e Inglaterra
1845. Hace dieciséis años que Juan Manuel de Rosas es la figurita más importante del álbum político argentino y hace diez que empezó su segunda gestión como Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. En los papeles gobierna una provincia (la más poderosa) pero en el pragmatismo de las circunstancias es básicamente lo que hoy concebimos como un Presidente: dirige las cuestiones ejecutivas de mayor relevancia nacional y es el Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina. Es, además, uno de los hombres más ricos del país, y tiene poder e influencia. Lo tiene todo. Toma las riendas de la realidad local con puño de acero, para algunos con firmeza, sembrando el orden, para otros en forma despótica, sembrando el terror. Un tipo así, obviamente, genera resquemores.
Si bien es la referencia del federalismo, el halo de misterio que rodea a su persona se hace más espeso al escribir cosas como “creen que soy federal; no señor, no soy de partido alguno sino de la Patria..." y al tener conductas centralistas como no permitir la navegación de los ríos interiores de la Confederación. El único río habilitado para el comercio es el Río de la Plata y esa exclusividad engorda sólo las arcas de Buenos Aires. Las demás provincias miran y en algunas hay bronca, pero parársele de manos a Juan Manuel es difícil.
Rosas busca la omnipresencia, su obsesión política traspasa la frontera argentina: rezonga ante el Imperio del Brasil y no reconoce la independencia paraguaya. Para él, lo que hoy es Uruguay y Paraguay son, por “justicia histórica”, provincias de la Confederación Argentina y no da el brazo a torcer.
En la Banda Oriental, su amigo Manuel Oribe está en constante lucha desde hace años con Fructuoso Rivera, presidente uruguayo cobijado por el imperio del Brasil. Rosas apoya a su amigo y lo provee de armamento y hombres con los cuales Oribe logra sitiar Montevideo y bloquear su puerto. Va a haber lío.
Por otro lado están Francia e Inglaterra, que se vienen repartiendo el mundo como si el globo terráqueo fuese el cartón de un TEG. La región del Río de la Plata formaba parte del juego conquistador de ingleses y franchutes pero, sabiendo que las armas no funcionaban en esta zona (los británicos no tenían los mejores recuerdos después de las invasiones frustradas en 1806 y 1807), pensaron en la dominación económica.
Los intereses comerciales anglofranceses estaban seriamente afectados por el bloqueo de Rosas y Oribe al puerto montevideano y por la reticencia rosista de permitir comerciar en los ríos interiores argentinos. Estratégicamente, las dos casas comerciales más grandes de Montevideo (sorpresa: una francesa y otra inglesa), financian campañas de desprestigio contra Rosas y las plumas unitarias exiliadas en Montevideo lo trazan como un corrupto, un tirano, un inmoral, un sanguinario dictador y hasta un incestuoso.
Ingleses y franceses mueven el avispero
Para proteger su quintita, las dos potencias militares más importantes del mundo se meten en el conflicto aduciendo que protegen los intereses de los ciudadanos franceses y británicos. En marzo de 1845, diplomáticos de Francia e Inglaterra le exigen a Rosas que levante el bloqueo sobre el puerto montevideano, Rosas los ignora, está en su salsa, y quiere guerrear.
El ambiente se caldea y para septiembre, las tropas anglofrancesas toman Colonia del Sacramento (actual Uruguay) y la Isla Martín García (territorio argentino) adueñándose de varios barcos de bandera argentina. Mientras tanto, algunos gobernadores y partidarios unitarios miran con simpatía la intervención europea, aunque eso significara lesionar la soberanía del país.
En octubre, las atrevidas tropas imperialistas deciden meterse por el río Paraná, avanzan riéndose de los cañoncitos viejos y débiles que Rosas preparó. Siguen su paso hasta llegar, el 20 de noviembre de 1845, a la “vuelta de Obligado”, un recodo tramposo del Paraná donde el río se hace más angosto, orillando campos de la familia Obligado, en el actual partido bonaerense de San Pedro.
Rosas encomendó a su cuñado, Lucio Mansilla, que apostara baterías en los campos de Obligado y del otro lado de la costa, en territorio entrerriano. A su vez, de costa a costa, se cruzaron gruesas cadenas y se enfilaron una larga serie de canoas. Las risas soberbias con acento europeo se borraron al ver la estrategia montada, el choque con semejante estructura era inevitable y, si bien no era fatal, sería complicado de sortear. Ahí se acabó la fiesta conquistadora: los barcos anglofranceses se trabaron con las cadenas y las canoas, y los cañones argentinos dispuestos en ambas costas comenzaron a disparar.
Los barcos invasores buscaron responder con recursos mucho más desarrollados, y hasta algunos desembarcaron en las costas para iniciar una invasión terrestre pero las tropas nacionales los reprimieron. Durante más de seis horas, ingleses y franceses (aunque había también mercenarios italianos, entre ellos Giuseppe Garibaldi, pero esa es otra historia) tratan de sortear las cadenas mientras son asediados por el fuego argentino.
Finalmente, después de haber transpirado bastante, las flotas anglofrancesas avanzan y siguen por el Río Paraná. Fue lo que en los manuales militares se conoce como “victoria pírrica” haciendo honor al griego Pirro, que al vencer a los romanos y mirando el campo de batalla dijo "otra victoria como ésta y volveré solo a casa". Los europeos sortearon las cadenas y las canoas, sí, avanzaron, “ganaron”, pero…¿cómo avanzaron? totalmente debilitados y con muchas bajas.
Lo que quedaba de las flotas invasoras siguieron su paso y en San Lorenzo los terminaron de debilitar. En Inglaterra comenzaron a preguntarse si valía la pena seguir con esta invasión, la cual se había convertido lisa y llanamente en una pérdida de dinero.
En Francia, un espíritu belicista los obligaba a insistir mientras un argentino que residía allí, asesor político de lujo, el ilustre General Libertador San Martín, le advertía al gobierno francés que "todos (los argentinos) se unirán y tomarán una parte activa en la lucha", por lo cual el conflicto se extendería "hasta el infinito" y “los gastos y las dificultades serán inmensos”. Por otro lado, le escribía entusiasmado a Rosas que "esta contienda en mi opinión es de tanta trascendencia como nuestra emancipación de España”.
Después, a negociar
En los años posteriores, con el conflicto latente pero ciertamente apagado, Francia e Inglaterra decidieron negociar, “habrán visto” decía San Martín, “que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca".
Llegaban al caserón de Rosas en Palermo pomposos diplomáticos europeos con exigencias favorables para los invasores. Había días que Juan Manuel ni los atendía y eso los hacía bramar de rabia. “¿Hasta cuándo hay que estar sentado en la antesala de este jefe gaucho? ¿habrá que esperar a que encuentre conveniente recibir a nuestro enviado? Es una insolencia inaudita”, se quejaba amargamente el Primer Ministro inglés ante el Parlamento británico.
Cuando decidía sentarse con ellos, les porfiaba cada punto de sus bocetos de acuerdo, les recordaba la defensa de la soberanía argentina y hasta los invitaba, pícaro, a representaciones teatrales de la Batalla de Obligado, eso sí, con asientos de honor, para que puedan apreciar desde primera fila lo que había ocurrido y no olvidar quién tenía la manija de las negociaciones.
Finalmente, en 1849 y 1850, Inglaterra y Francia –respectivamente- reconocieron a la Argentina la potestad sobre sus ríos interiores y que los conflictos regionales debían resolverse sin intervenciones foráneas, devolvieron los barcos capturados, desocuparon la Isla Martín García y con sus flotas desagraviaron la bandera argentina.
Aún hoy, cierta parte de la historiografía es reticente a reconocer esta gesta de Juan Manuel de Rosas en favor de la soberanía argentina, pero el padre de nuestra independencia, don José de San Martín, celebrando los límites rosistas frente al patoterismo imperial que ya se venía dando desde antes de la Batalla de Obligado, no dudó en dejar bien en claro en su testamento político.
En él, donó a Rosas “el sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sud, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que se ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. Mayor reconocimiento que ese es imposible de conseguir.
(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR