"Silvano Acosta", el último texto inédito de Jorge Luis Borges
En la mañana del 19 de noviembre de 1985, pocos meses antes de morir, Jorge Luis Borges le dictó a María Kodama el relato en el que narra la culpa que siente por un hombre ejecutado por su abuelo militar, Francisco Borges.
“Lo que me ha tocado es un tenue hilo que me une a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte”, dictó Jorge Luis Borges a María Kodama. Silvano Acosta era el nombre del hombre ejecutado una mañana de 1871 por orden del abuelo paterno del escritor.
“Sé que le debo una reparación que no llegará”, dice Borges en un texto inédito que acaba de salir a la luz y que lleva por título el nombre del muerto. El breve relato sobre su ejecución y su contexto, así como lo que el escritor sentía en relación a la actuación de su ancestro militar, es lo que revela el documento que se conoció este domingo a través del diario La Nación y que la propia Kodama habría hallado casualmente, haciendo orden durante la cuarentena: es una página breve en la que Borges habla de Silvano Acosta, un hombre que el ejército había reclutado compulsivamente y que se pasó a las montoneras de López Jordán, para ser ejecutado finalmente por el abuelo paterno del autor de El Aleph, cuando, tras ser apresado en una redada, fue identificado como un traidor por sus verdugos. Cuatro tiradores lo fusilaron, cuenta Borges: “Mi abuelo firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época”, remarca.
En ese mismo documento, el propio Borges asume que se entera del hecho pocos días antes de dictar este escrito a su mujer, a partir de que se vende en una subasta pública el papel firmado por su abuelo, en el que consta que manda ejecutar a Acosta, que era desertor del ejército.
El texto inédito que Jorge Luis Borges le dictó a María Kodama el 19 de noviembre de 1985 y fue publicado por el diario La Nación, junto con la versión manuscrita por la viuda del escritor.
Aquí el cuento completo
Silvano Acosta
Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899. Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Esa deuda me fue revelada hace poco, en un papel firmado por mi abuelo, que se vendió en subasta pública. Hoy quiero saldar esa deuda. Nada me costaría fantasear rasgos circunstanciales, pero lo que me ha tocado es lo tenue del hilo que me ata a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte.
Asesinado Urquiza, la montonera jordanista asedió a Paraná. Una mañana entraron a caballo en la plaza y dieron la vuelta golpeándose la boca y gritando algún sapucai para hacer burla de la tropa. No se les ocurrió apoderarse de la ciudad.
Para levantar el sitio, el gobierno envió al regimiento número dos de infantería de línea. Faltaban plazas y una leva recogió algunos vagos en las tabernas y en las casas malas del Bajo. Acosta fue apresado en esa redada, entonces común. Nada me costaría atribuirle una parroquia de Buenos Aires o un oficio determinado -peón de albañil o cuarteador- pero esa atribución haría de él un personaje literario y no el hombre que fue lo que fue. A la semana desertó del cuartel y se pasó a los montoneros. Tal vez pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular. Tal vez quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra. Prosiguió la campaña y un Destacamento del Dos trajo prisioneros. Alguien reconoció al pobre Acosta. Era un desertor y un traidor. El coronel Francisco Borges, mi abuelo, firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época. Cuatro tiradores la ejecutaron.
Yo nací treinta años después. Un vago sentimiento de culpa me ata a ese muerto. Sé que le debo una reparación, que no le llegará. Dicto esta inútil página el diecinueve de noviembre de 1985.