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Algunos analistas internacionales habían anticipado que la segunda reunión entre el dictador norcoreano Kim Jong-un y el presidente estadounidense Donald Trump era prematura. El anterior encuentro se produjo sólo 8 meses atrás y constituyó un buen punto de partida y de distensión, abundó en imágenes, pero careció de compromisos concretos. Por eso se esperaba con ansia un avance en acuerdos pormenorizados tendientes a alcanzar una paz duradera en Extremo Oriente.

La incertidumbre giraba -y aún gira- en torno a la interpretación que los dos gobiernos hacen respecto del proceso de desnuclearización.

Diferencia de criterio

Para el régimen norcoreano, desnuclearizar supone deshacerse de todas las armas nucleares y su posterior producción en toda la península de Corea. Desde esa interpretación, tanto Corea del Norte como Corea de Sur deberían renunciar a producir o desplegar o albergar armas nucleares, lo cual implica un repliegue de las posiciones estadounidenses en el sur. 
Para la administración Trump, desnuclearizar supone una renuncia unilateral al arsenal nuclear y a la posterior fabricación de ese tipo de armas por parte del gobierno de Corea del Norte. Solamente así el gobierno estadounidense evaluaría remover las duras sanciones internacionales que pesan sobre el régimen norcoreano.

El tema de las sanciones ha impactado negativamente sobre la economía de Corea del Norte, comparable en tamaño con la de Honduras, pero que dedicó durante décadas un abultado porcentaje del Producto Bruto Interno (PBI) al desarrollo militar como instrumento de chantaje contra la comunidad internacional. De hecho, se supone que Kim habría esperado que Trump concurriera a la cita con una oferta de eliminar o al menos moderar esas sanciones, algo que no ocurrió y que supone un desconocimiento de la idiosincrasia estadounidense. 

Dicho de otro modo, a la diferente manera de interpretar en qué consiste el proceso de desnuclearización, habría que agregar que existe todavía una dificultad para comprender la manera en que uno y otro gobierno interpretan el mundo. Por estos motivos, las expectativas se tornan desmesuradas y acaban por chocar con la realidad. 

El régimen de Kim no puede renunciar unilateralmente a su programa nuclear porque se quedaría sin nada que blandir ante el resto del mundo para llamar la atención y alcanzar sus objetivos -generalmente de aprovisionamiento- teniendo en cuenta que su economía es pequeña. 

El gobierno de Trump no puede articular un levantamiento de las sanciones internacionales sobre Corea del Norte de la noche a la mañana sin una demostración fehaciente de Kim de que va a renunciar a su plan nuclear. Y, sin ánimo de darle la razón a Kim, sería muy difícil arribar a una paz definitiva en la península si los Estados Unidos no ceden y abandonan el paraguas nuclear que sostienen sobre Corea del Sur.

Esperanza

Independientemente de lo anterior y del retiro anticipado de Trump, la esperanza continúa intacta. Si bien ambos líderes continúan escrutándose, Kim ha demostrado ser capaz de cumplir con su compromiso de no hacer nuevas pruebas nucleares y aseguró que lo mantendrá hasta llegar a un acuerdo. En poco más de un año, ambos líderes cambiaron una retórica agresiva por un conjunto de gestos y mensajes cordiales. Kim también se acercó al presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, un actor clave en este proceso que anhela concluir en una paz definitiva entre dos países que, desde 1950, se encuentran técnicamente en guerra. Recuérdese que en 1953 las hostilidades quedaron en suspenso por la firma de un armisticio que rige hasta la actualidad.

De hecho, ambos países adoptaron medidas para reducir el armamento en la denominada zona desmilitarizada que separa a las dos naciones en el paralelo 38. Ambos ejércitos han retirado minas y destruido puestos de guardia. También han construido carreteras entre los dos países.

Por su parte, Donald Trump, proclive al exhibicionismo mediático, parece confiar desde lo personal en Kim, y necesita de un éxito resonante en su política exterior. Sin embargo, la cita en Hanoi, de la cual los dos presidentes se fueron con las manos vacías, parece responder más bien a un fracaso técnico y diplomático que a la buena o mala voluntad de los jefes de Estado. 

Es por eso que finalmente hay que darle la razón a quienes sostenían que la segunda cumbre era prematura. Trump y Kim deberían haber llegado a Vietnam con un núcleo de coincidencias que pudieran pulir para llegar a un compromiso más o menos realizable, en vez en hacerlo sin certezas y abriendo un abanico de sentimientos encontrados en la opinión pública global, pero muy especialmente con los habitantes de las dos Coreas.