¿A quién le sirve el juicio político?
El juicio político a Donald Trump abre algunos interrogantes respecto del verdadero sentido de este instrumento en los sistemas políticos democráticos
El impeachment o juicio político es un proceso que se lleva a cabo para determinar la responsabilidad de los funcionarios públicos en diferentes hechos o situaciones. En los sistemas políticos democráticos, la acusación y el proceso generalmente son facultades exclusivas del poder legislativo.
Existe habitualmente en los presidencialismos y permite juzgar al presidente de un país, al vicepresidente, a los ministros, a los legisladores o a los jueces del tribunal superior de justicia por la comisión de un delito o por el mal desempeño de sus funciones. Lo habitual es que la sentencia se limite a ordenar la destitución del acusado y, eventualmente, determinar su inhabilitación para el cargo. Si existe una responsabilidad civil o penal, corresponde que la juzgue posteriormente un tribunal ordinario. Los alcances y los límites del juicio político dependen de cada país. Las propiedades de estos procesos están definidas por el texto constitucional. Lo habitual es que el juicio político sea un proceso de una sola instancia y sumario impulsado por un órgano legislativo.
Pero lo más importante es que esta clase de juicio está determinado significativamente por el segundo término del concepto: es ante todo político. Es decir que, si se cuenta con las mayorías suficientes en las cámaras legislativas, puede servir como un instrumento para destituir a un funcionario elegido mediante el sufragio popular independientemente de que existan o no razones, argumentos o pruebas suficientes para hacerlo. Por el contrario, si se tienen las mayorías necesarias puede sostenerse en su cargo a quien ha cometido un delito por evidente que éste resultara. Tras los casos de destitución de Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rousseff en Brasil, y la renuncia de Pedro Pablo Kuczinsky en Perú ante la inminencia de su destitución, el impeachment iniciado recientemente contra el presidente estadounidense Donald Trump, pone una vez más en tela juicio la verdadera utilidad del instrumento.
Antecedentes
El primer presidente que se enfrentó a este tipo de juicio en la historia de los Estados Unidos fue el demócrata Andrew Johnson, en 1868. Fue acusado, entre otras cosas, de despedir a su secretario de Guerra contra la voluntad del Congreso. Johnson evitó ser declarado culpable por el Senado por la mínima diferencia. Sólo faltó un voto para que la mayoría especial de dos tercios de los senadores lo exonerara de su cargo.
El otro caso fue el del también demócrata Bill Clinton, quien fue acusado de perjurio y obstrucción al poder judicial después de mentir sobre el tipo de relación que mantuvo con su becaria Monica Lewinsky y, supuestamente, pedirle después a ella que mintiera al respecto. Cuando en 1999 el juicio llegó al Senado, la votación no alcanzó el respaldo necesario de dos tercios para destituirlo.
Otro caso famoso -aunque nunca llegó al juicio porque las condiciones estaban dadas para que se consumara- fue el del republicano Richard Nixon. El presidente renunció en 1974 antes de enfrentar el juicio político por el escándalo del Watergate.
Trump acusado
El actual mandatario estadounidense está acusado de haber presionado al gobierno de Ucrania para que encontrara información perjudicial respecto de uno de sus principales rivales demócratas frente a las elecciones presidenciales de 2020, Joe Biden, y su hijo Hunter. Cuando Biden era vicepresidente de Barack Obama, su hijo trabajó para una empresa ucraniana.
Trump está acusado de retener 400 millones de dólares correspondientes a un apoyo militar a Ucrania para afrontar su conflicto con Rusia -monto que ya había sido aprobado por el Congreso- y de un encuentro con el presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, en la Casa Blanca. Ambos hechos habrían sido utilizados para presionar al mandatario ucraniano y eso supone para los opositores demócratas un abuso de poder, dado que Trump habría utilizado la influencia presidencial para perseguir un beneficio político personal en detrimento de la seguridad nacional.
Todo comenzó cuando un funcionario de inteligencia no identificado escribió una carta en la cual manifestó su preocupación por una llamada telefónica del 25 de julio entre Trump y su homólogo ucraniano. Una transcripción de la llamada reveló que Trump había instado al presidente Zelensky a investigar acusaciones contra Joe y Hunter Biden. El embajador estadounidense en Ucrania y uno de los dos primeros testigos en declarar ante la Comisión de investigación del Congreso, aseguró con anterioridad que Trump había dejado claro que la entrega de las ayudas estaba condicionada a que Biden fuera investigado.
También hay una segunda acusación contra Trump que se refiere a obstrucción en la investigación, debido a que no permitió que altos funcionarios de su gobierno acudieran a testificar ante el Congreso, así como a la negativa a entregar a la Comisión investigadora documentos oficiales relacionados con el caso.
Trump, quien entiende al conflicto como su ámbito natural, sostiene que los demócratas lo someten a juicio político por sus éxitos económicos y porque no saben cómo hacer para ganarle limpiamente las elecciones.
El proceso se inició en la Cámara de Representantes donde los demócratas tienen mayoría. Pero el juicio propiamente dicho se definirá en el Senado, y allí tiene mayoría el oficialismo, con lo cual, llegar a la cifra mágica de 67 senadores es en los hechos improbable.
Queda claro que, al tratarse de un instrumento esencialmente político, los demócratas apelan a erosionar la credibilidad del mandatario en el año de las elecciones presidenciales e intentarán hacer una sumatoria de escándalos y a alargar el juicio todo el tiempo que fuera posible. Los demócratas tienen una ventaja en este sentido. Ellos no tienen su propia interna definida y el candidato presidencial de sus filas puede o no ser Joe Biden, en cambio, el candidato oficialista es el propio presidente y no tendrá -en principio- oposición real dentro de sus filas, entonces es útil desgastarlo durante la campaña para que llegue a las elecciones del 3 de noviembre lo más cuestionado y sospechoso que resulte posible. El impeachment será el primer tema a ser tratado en el Senado en 2020 y, si bien es probable que el juicio demore varias semanas, no se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo durará.
¿Sirve el juicio político?
Sirve si responde a un interés legítimo de proteger los intereses nacionales ante alguien que cometió un delito que los afecte, incurrió en un abuso de poder o incurrió en un acto de traición a su país. El problema es que, de ser cierto, cualquiera de esos hechos es difícil de demostrar. Aun así, todo depende de las mayorías políticas legislativas. Por el contrario, un funcionario que se presume inocente podría ser desplazado de su cargo mediante un juicio político contando con las mayorías legislativas necesarias y utilizando cualquier pretexto.
En definitiva, el juicio político pone en entredicho el respeto hacia la legitimidad del sufragio popular o, por lo menos, muestra un conflicto de legitimidades cuando pone a uno de los poderes del Estado contra el otro. Los tiempos políticos y los humores sociales a veces varían más rápidamente que la duración de un período y eso es un problema especialmente en los sistemas políticos democráticos presidencialistas, en los cuales los mandatos son rígidos.
En tiempos de duros cuestionamientos sociales hacia los sistemas políticos democráticos, en los que distintos estudios muestran una preocupante asociación entre democracia y fracaso económico, el juicio político aparece como un instrumento de poder que aporta más a la confusión que al esclarecimiento. Quizás sea el momento de que la ciencia política agudice el ingenio para proponer mecanismos que al tiempo que limiten a prototiranos y corruptos, mantengan a salvo la legitimidad de los mandatos populares, protegiéndolos inclusive de la volubilidad de los humores sociales en una era signada por lo efímero.