Rafael Correa tenía el anhelo de seguir lo pasos de Cristina Fernández de Kirchner. La exmandataria argentina sorprendió cuando adoptó la decisión de no competir por el premio mayor -la presidencia- porque sabía que ante una sociedad altamente polarizada en torno a su figura, corría el riesgo de aglutinar a sus contrincantes detrás de quien pudiera reunirlos. Al optar por el segundo lugar de la fórmula presidencial logró dos cosas: transferir votos a quien fuera en primer término y evitar una polarización cerrada, pudiendo así captar votos indecisos e independientes.

Correa entendió que esa misma alquimia podría servirle para volver de su exilio en Bélgica y recuperar el gobierno ecuatoriano para el sector político e ideológico que él representa. Pero el Poder Judicial le cerró el paso. La Corte Nacional de Justicia desestimó el pasado lunes una impugnación que Correa había presentado para anular la sentencia a ocho años de prisión e inhabilitación para ocupar cargos públicos por el caso denominado Sobornos 2012-2016. Los magistrados consideraron que no se produjo ninguna irregularidad en el proceso judicial contra Correa y otros 15 sentenciados, por lo que estimó improcedente la casación de las sentencias. De ese modo, bloqueó su aspiración de ser candidato a vicepresidente en la fórmula encabezada por su exministro Andrés Arauz, en la elección prevista para el 7 de febrero de 2021.

¿Lawfare?

Una vez conocido el fallo, el expresidente lo rechazó a través de Twitter. Finalmente lo lograron. En tiempo récord sacan sentencia “definitiva” para inhabilitarme como candidato. No entienden que lo único que hacen es aumentar el apoyo popular, expresó Correa.

El exmandatario suscribe a la idea de que no solamente él, sino todos los líderes progresistas latinoamericanos, son víctimas del denominado lawfare. El término -contracción gramatical de las palabras law (ley) y warfare (expedición bélica)-, cuya traducción habitual del inglés al español es realizada de modo impreciso como guerra jurídica o guerra judicial, se refiere al uso abusivo de los procedimientos legales nacionales e internacionales, con el objetivo de provocar repudio popular contra un oponente. El lawfare permite obtener diversos resultados, desde detener indebidamente a los adversarios políticos, paralizar financieramente y desprestigiar oponentes, hasta debilitar o deponer gobiernos. El lawfare se relaciona con el fenómeno del denominado golpe blando, una forma de acceso indebido al poder político que no utiliza las fuerzas militares, manipula una débil institucionalidad democrática, y aprovecha las divisiones internas de las sociedades, las redes sociales y los medios de comunicación.

El lawfare existe, no es solamente una fantasía de corruptos que intentan legitimarse ante sus pueblos. Afecta a políticos de distintas procedencias ideológicas. Y lo peor de todo es que es difícil en la mayoría de los casos, desenmarañar los procesos legales correctos de los que obedecen a una práctica de esta naturaleza. Lo que resulta llamativo, -especialmente en Latinoamérica, donde el Poder Judicial se caracteriza por ser permeable al poder político y por una lentitud proverbial- es que hay determinaciones que se adoptan de manera sospechosamente rápida. Especialmente cuando concluyen por bloquear las aspiraciones políticas de líderes populares. Porque se trate o no de un caso de lawfare, el de Correa no es el único en el que se le impide presentarse a elecciones a quien ostenta un mayor caudal de votos. Luis Inazio Lula Da Silva y Evo Morales se encuentran en la misma situación.

La condena

Correa había sido condenado en abril a ocho años de cárcel como autor del delito de cohecho agravado. Con esa condena perdió también sus derechos políticos durante 25 años. El exvicepresidente Jorge Glas, quien fuera su estrecho colaborador, también fue condenado, al igual que el resto de los imputados en la misma causa. Otros dos exfuncionarios de la presidencia fueron condenados como cómplices.

El exmandatario enfrenta asimismo el pago de una importante suma por daños y perjuicios, además de una reparación integral con la colocación de una placa en el Edificio de la Presidencia de la República, pidiendo disculpas públicas.

La acusación y la sentencia que recae sobre Correa es por haber liderado una red de corrupción entre 2012 y 2016 mediante la cual habría recibido aportes indebidos en el palacio presidencial de Carondelet, para la financiación irregular de su movimiento político Alianza País, a cambio de la adjudicación de millonarios contratos del Estado a varias empresas, entre ellas Odebrecht. El mismo esquema de corrupción se repite en numerosos países de la región.

El expresidente, que reside en Bélgica y se encuentra prófugo de la justicia por esta y otra causa,  siempre cuestionó la imparcialidad de los jueces, y tenía la esperanza de que prosperara un recurso presentado por supuestas irregularidades de procedimiento en tiempo y en forma.

El reciente fallo de la Corte Nacional de Justicia parece haberle puesto un doble cerrojo a Correa. Por un lado no le permite participar en las elecciones de febrero del año próximo y así, le impide detentar cualquier cuota de poder político en Ecuador. Al mismo tiempo, lo mantiene en el exilio, dado que si abandona Bélgica, podría ser detenido.

Que el lawfare exista, no quiere decir que las investigaciones y la actuaciones de la justicia sean invariablemente amañadas. El desafío latinoamericano parece ser siempre el mismo: desarrollar instituciones democráticas fuertes, constantes, independientes y, como consecuencia de lo anterior, creíbles.

Los procesos judiciales que recaen sobre los líderes políticos y especialmente sobre aquellos que son populares, deben ser claros, lúcidos y evaluados uno por uno. Es posible que Correa, Lula, Morales, Uribe, Fernández -y tantos otros- sean culpables en algunos casos como inocentes en otros. La realidad siempre es más compleja que el maniqueísmo al que se nos quiere acostumbrar.