Sería redundante explicar que como periodista no estoy interiorizado en la actualidad de las disciplinas que habitualmente se desarrollan durante los juegos Olímpicos. Los de Rio no serán la excepción. Y aun así encuentro estas semanas únicas. Suele pasar que vemos como un atleta llega a la meta, no primero, ni rompiendo un récord, ni siquiera se sube al podio. Pero se quiebra en llanto. Días más tarde aparece su historia. Se detalla el esfuerzo que hizo para llegar ahí, sostiene otro trabajo, o viajando con miles de escalas para poder recortar gastos. O también nos divertimos con el japonés que no cerró el consumo de datos de su celular y debe pagar miles de dólares por jugar al Pokemon Go.

Entonces mientras repetimos frases de Bonadeo o discutimos sobre cualquier disciplina como si fuera fútbol, brotan entre los esfuerzos de los deportistas historias dignas de recopilar para hacer un libro. Como hizo Luciano Wernike en su “Historias insólitas de los Juegos Olímpicos”. En sus páginas se pueden encontrar gemas como la historia de la golfista Margaret Abbot, la relación de Hitler con el fútbol o el tropiezo del Sultanato de Brunei, entre miles de otras que repasan la historia moderna de los Juegos, es decir desde 1896 hasta estos días.

El pintor Edgar Degas ya había perdido la vista. Disfrutaba sus horas encerrado, entre los colores pasteles y los materiales para hacer esculturas. Su amiga y alumna, Margaret, un día soleado del año 1900, lo invitó a pasear por Compiègne. La ciudad situada a 30km al norte de París, además de contar con hermosos parques, albergaba un torneo de Golf. Deporte que ayudaba a Margaret a despejarse. Él se negó. No iba a disfrutarlo tanto como ella.

Al cabo de tres días Margaret regresó a casa del famoso pintor con un jarro que tenía detalles de oro. Había ganado el certamen. En 1955 murió en Estados Unidos sin saber que había sido campeona olímpica.

El fútbol tenía sus origen en Inglaterra. “Nada bueno puede llegar de tal disciplina”, pensaba Hitler. Durante los juegos de 1936 le dio la espalda al deporte que hoy es Rey. Salvo cuando Goebbels, encantado por el efecto que el deporte traba sobre los aficionados. En el primer partido del torneo Alemania había ganado 9-0. El ministro de propaganda entonces le explicó “para un alemán es más importante ganar un partido de fútbol que tomar una ciudad”. El siguiente rival era Noruega. En los papeles inferior. Hitler, convencido por Goebbels, se presentó y fue uno más de los 55 mil alemanes que vio perder inesperadamente a los locales en el Poststadion. Minutos antes de que termine el partido Hitler, enojado como nos lo mostró Bruno Ganz en “La Caída”, se retiró del estadio.

Siempre asumí que el antónimo de deporte es burocracia. Uno te agota por movimiento y creatividad, el otro puede quebrarte por estatismo. Lo que nunca sospeché es que alguna vez lo segundo le podía ganar a lo primero. En el 2008 estuvo a punto de suceder algo histórico. Todos los países del mundo iban a tener, al menos, un representante. Desde el COI estaban exultantes, iban a ser los dirigentes que unieran a todo el mundo en una cita. Sobre la hora, el día de cierre de la inscripción, repasaban papeles y se encontraron con que faltaba alguien. Desde el Sultanato de Brunei no habían enviado el fax necesario para anotar a sus dos deportistas. Las comunicaciones fallaron y aquello no sucedió como todos querían. Una frustración para el ego de los directivos y otra más grande para los deportistas que vieron como la burocracia tuvo más fuerza que el deporte.

Hoy vamos a ver una soporífera ceremonia -adefesio artístico de dudoso buen gusto- que dará comienzo a los Juegos Olímpicos. Ese breve lapso de tiempo en el cual deportistas explotan al máximo sus condiciones -pudiendo lograr su cometido o quizás fallando, pero siempre intentando- y nosotros aprovechamos para encontrar la anécdota.