Hasta la invasión a Ucrania, el régimen político ruso podía considerarse autoritario. El sobredimensionamiento de la regla de la mayoría y el abuso de los mecanismos de democracia directa tales como el plebiscito y el referéndum, permitieron crear la ilusión óptica de una democracia o pseudodemocracia. Pero lo cierto es que las otras dos reglas indispensables para que la democracia prospere y arraigue, no estuvieron presentes nunca. Jamás se respetaron los derechos de las minorías, tampoco la libertad de opinión e información.

El problema no es nuevo. A lo largo de su historia, Rusia fue un despotismo durante la era de los zares, un totalitarismo en la etapa soviética y un autoritarismo desde 1991. Cabe preguntarse entonces si, tras la invasión a Ucrania y sus consecuencias, el régimen liderado por Vladimir Putin no se está endureciendo cada vez más, al punto de encaminarse hacia el totalitarismo.

Diferencias

Sin pretensiones de hacer un tratado al respecto, puede decirse que la diferencia sustancial entre un autoritarismo y un totalitarismo radica en que el primero se propone dominar la esfera del poder político, independientemente de las motivaciones que lo inspiren, políticas, económicas, religiosas, u otras. El totalitarismo va mucho más allá. Se propone el dominio total de todas las esferas en las que se desarrolla la vida humana y articula los medios a su alcance para alcanzar ese objetivo. No importa tanto la efectividad en el cumplimiento del fin propuesto como la finalidad en sí y la adecuación de medios para alcanzar ese objetivo.

La Rusia que conocíamos hasta la invasión a Ucrania, contaba con un régimen que se caracterizaba por el uso y el abuso de la regla de la mayoría y los mecanismos plebiscitarios para legitimar sus medidas. El régimen se nutrió del resentimiento y el revanchismo en la sociedad rusa tras la derrota contra los Estados Unidos en la Guerra Fría. Cualquier movimiento político, social y cultural divergente con los intereses del gobierno tendía a ser desarticulado, incluyendo a aquellos con pretensiones igualmente nacionalistas pero que podían restarle seguidores.

En materia económica, edificó un marco de estabilidad, condición necesaria para despolitizar a las masas. Eso le permitió intercambiar desentendimiento de la ciudadanía en términos de compromiso político por bienestar relativo y una fuga hacia el individualismo y la vida privada. Desde el punto de vista de la vinculación con el mundo, Rusia nunca dejó de ser una potencia militar afirmada sobre su arsenal de armas nucleares, que le otorga un alto potencial para “chantajear” a la comunidad internacional.

Pero esos arsenales hay que mantenernos y modernizarlos y eso se lleva una gran parte del gasto público, algo que sólo puede justificarse ante la propia opinión pública mediante la figura del “enemigo exterior” que amenaza permanentemente la seguridad. Eso conduce a los regímenes a ser agresivos militarmente, a externalizar los conflictos internos, a sobredimensionar cualquier acción exterior y, finalmente, a reforzar alianzas militares contra cualquiera que sea percibido como “enemigo”.

De todas maneras, antes del ataque a Ucrania, ya había muestras de endurecimiento del régimen. En 2020 Putin convirtió a Rusia en una suerte de monarquía mediante un referéndum constitucional que lo habilitó para gobernar ininterrumpidamente hasta -por lo menos- 2036. Desde entonces, el presidente ruso profundizó la persecución de opositores y medios de comunicación. Intentó asesinar a su único oponente político, Alexei Navalny y, al no lograrlo, lo encerró en condiciones extremas.

Destruyó todas las organizaciones y redes políticas o civiles antes de iniciar la guerra, al punto que es prácticamente imposible organizarse en Rusia. Organismos policiales o parapoliciales patrocinados desde el Estado amedrentan a cualquier disidente. Esa imposibilidad de organización resulta desmoralizante. La gente está dispuesta a arriesgar su vida, a pesar de las nuevas leyes y el aumento de la violencia represiva del Estado. Pero es difícil hacerlo cuando no se encuentra la forma de conseguir algún resultado.

Putin ganó el control del escenario interior fomentando la impotencia. Ya lo decía Hannah Arendt cuando se refería a la “soledad acompañada” en la que viven las personas en la sociedad de masas que actúa como el terreno fértil en el que brota el totalitarismo. Esa sociedad masificada es fácilmente movilizable en contra de “enemigos” que, como tales, se persiguen, se expulsan o se eliminan.

Sin embargo, el terrorífico relato no concluye cuando se doblega al “enemigo interior”. Aún falta el “enemigo exterior”. Ucrania acabó por convertirse en la encarnación de ese “enemigo exterior”. Era un Estado grande y culturalmente próximo con un régimen político respaldado militarmente por los Estados Unidos, Europa y la expectativa de sumarse a Organización del tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuya mera existencia fue percibida como una amenaza existencial para Rusia. Así lo expuso Putin, no ahora, sino hace ya varios años. El paso siguiente era someterla pacíficamente, algo que en 2014 quedó claro que no sucedería. Ucrania insistía en ingresar a la Unión Europea (UE) y a la OTAN para ponerse a resguardo de la injerencia rusa. Luego vino el castigo ejemplificador con la separación y anexión de Crimea, que actuó para la mayor parte del pueblo ucraniano como la demostración fehaciente de que sus temores hacia Rusia estaban bien fundados. La medida posterior, estuvo necesariamente ligada a la acción militar.

¿Hacia el totalitarismo?

Putin enfrentaba antes de la guerra un contexto en el cual su popularidad -aún alta- tendía a declinar, especialmente entre la juventud. Las probabilidades de que focos de resistencia afloraran iban en aumento. Pese a que logró construir una macroeconomía robusta al atenerse al modelo de mercado desencadenado en los años noventa, y los economistas neoliberales que llegaron con Yeltsin siguen a cargo de la economía ahora, el crecimiento se tradujo en una enorme desigualdad. En 2019, el 58 por ciento de la riqueza pertenecía al 1 por ciento de la población. Las élites se enriquecieron mientras la población en general sólo pudo elevar su nivel de vida mediante hipotecas y créditos al consumo. Rusia tiene un nivel de deuda privada desproporcionadamente alto, y una parte importante de las familias más pobres gasta la mitad de sus ingresos en pagar intereses a los bancos o a las entidades de microcrédito. Para sostenerse en el poder, mantener ese sistema económico y, simultáneamente, evitar que la mayoría de la población concluya por expresar su descontento, solamente hay un camino: aumentar los niveles de represión.

Alexei Navalny había captado todo esto y estaba construyendo una alternativa. Representaba a un sector todavía minoritario de la sociedad rusa que quería un país distinto y suponía una amenaza indirecta para Putin en tanto denunciante periódico de la corrupción, el punto débil del régimen y un tema -quizás el único- con capacidad de aglutinar a la población. Navalny intentaba crear un movimiento político sobre la base de este cuestionamiento y, pese a estar preso, sigue siendo la figura opositora más popular en Rusia.

Tras la la invasión, el movimiento antiguerra consiguió mostrar la división existente en la sociedad rusa. Las personas que han protestado en las calles o han hecho declaraciones públicas contra la guerra han puesto de manifiesto que son muchos quienes la rechazan y la consideran no sólo un crimen contra Ucrania, sino también una traición a los intereses de Rusia. En los primeros días, cuando las encuestas de opinión todavía tenían algún sentido (ya no lo tienen: una persona enfrenta hasta 20 años de prisión por el hecho de llamar “guerra” a esta “operación militar especial”), sugerían que hasta el 25 por ciento de la población se oponía a la acción militar. Hay pruebas recientes de palizas, torturas y agresiones sexuales en las comisarías. Si bien la violencia policial no es nueva en Rusia, estos acontecimientos indican un aumento del nivel de represión e impunidad de las fuerzas de seguridad. La violencia siempre aumenta cuando los argumentos quedan cortos.

También hay una represión total de los medios de comunicación no oficialistas: el 28 de marzo cerró Novaya Gazeta, cuyo director recibió el premio Nobel el año pasado, y considerado el último diario independiente. Los medios libres que quedan son inaccesibles desde Rusia y son calificados oficialmente como “agentes extranjeros” u “organizaciones extremistas”.

Por último, el elemento más alarmante de esta nueva configuración potencialmente totalitaria es el giro ideológico que dio Putin desde los primeros días de la guerra, que se observa en su narrativa de la “desnazificación” de Ucrania. La acusación de que las autoridades ucranianas están apoyando a la extrema derecha ha sido omnipresente en el discurso oficial ruso durante algún tiempo, y no es del todo infundada. Sin embargo, en febrero se convirtió en una retórica casi racial, dando a entender que la “esencia ucraniana”, supuestamente rusa por naturaleza, ha sido contaminada por algún elemento nazi. Por lo tanto, es tarea de las fuerzas armadas rusas “purgar” a Ucrania del elemento nazi. El Ministerio de Defensa ruso se refirió a procedimientos de “filtración” en los territorios ocupados. Y como el pueblo ucraniano se resiste obstinadamente, la única explicación posible es que estaba aún más “nazificado” que lo esperado, lo que podría
llevar fácilmente a la conclusión de que merece ser eliminado. La misma narrativa de la “pureza” fue utilizada por Putin cuando habló del “enemigo interior”, los llamados “traidores a la nación” que deben ser “escupidos como una polilla” por la sociedad rusa para preservar su salud. Todo esto va acompañado de la introducción de la propaganda en las instituciones educativas, desde las universidades hasta los jardines de infancia. La visión del régimen sobre la historia de Ucrania se intenta introducir ahora en la cabeza de niños y niñas.

Para finalizar, la guerra actúa como factor aglutinante en torno al régimen y acaba por justificar cualquier endurecimiento. Y la amenaza latente es que no concluya en Ucrania. Los Estados bálticos y Polonia parecen ser objetivos a mediano plazo. No es casualidad que Putin haya exigido la retirada total de las tropas de la OTAN de los países del antiguo Pacto de Varsovia. Su estrategia militar consiste en amenazar con armas nucleares y apoderarse del territorio. Asume que Occidente es fundamentalmente débil, corrupto y cobarde. Esta actitud es extremadamente popular en Rusia, y Putin la refuerza permanentemente.

Para responder a la pregunta formulada en el título: si, Rusia puede convertirse en un
totalitarismo. Más aún, parece embarcada en un franco proceso de transición.