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Había que sentarse a dialogar. La violencia era perjudicial para los negocios, atraía a los periodistas y la policía se veía obligada a actuar. Francisco Marrone, Chicho Chico, escuchó esas razonables palabras de labios de Diego Raduzzo, un siciliano radicado en lo que actualmente es Gorriti y Monteagudo, en el barrio de Refinería. Su enemigo, Juan Galiffi, Chicho Grande, lo invitaba a su casa en Buenos Aires, para compartir una cena y llegar a un entendimiento.

Corría abril de 1932. Los diarios hablaban del secuestro de Julio Nannini, de 19 años, y de Carlos Gironacci, de 15. El primero era hijo de un comerciante de ramos generales con negocios en el sur de la provincia y a la vez sobrino de un dirigente del Partido Demócrata Progresista. Un grupo de desconocidos los había abordado en zona rural de Arroyo Seco el 31 de marzo y desde entonces no se tenían noticias de su paradero.

Nannini y Gironacci estaban en manos de Chicho Chico, que había ordenado su secuestro y los alojaba en la casa de Carlos Buttice, un verdulero de la zona sur de Rosario. Pese a que las negociaciones no avanzaban, ya que la familia Nannini demoraba el pago del rescate, Marrone aceptó la invitación y el 9 de abril de 1932 anunció que iba a “arreglar un negocio de importancia con Galiffi”, según testimonió más tarde su cuñado Héctor Amato.

Marrone tomó el tren en la estación Sunchales y en horas de la noche llegó al domicilio de Pringles 1253, donde el honorable Chicho Grande tenía la fábrica de muebles que enmascaraba sus verdaderas actividades. Allí fue recibido por Rosa Alfano y Ágata Galiffi, esposa e hija de su rival. “Su llegada a la casa tuvo, pues, el carácter de una recepción familiar”, ironizó el diario Crítica al evocar el suceso.

Juan Galiffi, le informaron, había tenido que salir. Un asunto urgente de negocios lo requería en San Juan, donde tenía viñedos y la bodega que elaboraba los vinos Galiffi. En cambio, podía conversar con sus hombres de confianza: Luis Corrado, Juan Rubino y Juan Glorioso. En otras dependencias de la casa se hallaban José Ciotta, ahijado de Chicho Grande que lo acompañaba desde sus tiempos en la ciudad de Gálvez, Pedro Larrusa y Nicolás Traina. Todo estaba preparado para el recibimiento.

Corrado era el chofer de Galiffi y al igual que su jefe había nacido en el pueblo de Ravanusa, en Sicilia. Rubino era de la misma localidad y tenía un prontuario bastante decente -tres entradas por averiguación de antecedentes y otra por estafa, entre 1921 y 1924-, aunque en 1911 también había estado involucrado en el secuestro extorsivo del chico Paulino Vitale, hijo de calabreses.

José Ciotta declaró que al llegar esa noche a la casa de Galiffi encontró a Marrone reunido con Corrado, Glorioso y Rubino, y se puso nervioso, ya que “se encontraba en antecedentes de las rivalidades existentes”. Por eso, decidió irse a dormir y encerrarse en el garaje de la casa.

Marrone dijo que quería salir y hablar con su esposa, María Esther Amato. Sus anfitriones lo llevaron hasta un local de la Unión Telefónica, en la Avenida de Mayo. Chicho Chico tranquilizó a su mujer: había llegado bien y pensaba regresar al día siguiente. Luego todos fueron a un restaurante de Corrientes y Paraná, en el centro porteño. Aquella sería la última cena del jefe mafioso.

El número 2

Francisco Marrone dejó de ser visto en los lugares que solía frecuentar. Unos días después, María Esther Amato se presentó en la casa de la calle Pringles en busca de noticias sobre su marido.

–¿No le avisó nada? –le dijo Rosa Alfano, seria–. Se fue a Estados Unidos.

Aparentemente, María Esther Amato no emprendió ninguna otra gestión por el paradero de Marrone. Tal vez porque a buena entendedora, pocas palabras. O porque su hermano Héctor Amato, ex abogado de Galiffi, estaba enterado de lo que había ocurrido. Lo cierto es que el 21 de agosto de 1933 lo denunció por abandono de hogar y solicitó la anulación del matrimonio.

Los secuestradores de Nannini y Gironacci se encontraron de pronto sin jefe. El grupo estaba formado por  Santos Gerardi, Romeo Capuani, Francisco Campeone, Juan Vinti, José Consiglio, José Frenda y José La Torre, quien se hizo cargo de continuar con las tratativas para lograr el rescate.

Como la mayoría de los mafiosos de la época, La Torre tenía sus contactos en la policía de Rosario. Y uno bastante alto: el jefe de la División Informaciones, Félix de la Fuente, que en la prensa local pasaba por policía incorruptible mientras la de Buenos Aires descubría una imagen menos favorable.

El padre de Nannini se negaba a pagar el rescate. Los policías le dijeron que conocían a alguien que podía interceder ante los secuestradores y lograr una rebaja. El supuesto mediador no era otro que La Torre y la gestión no parecía más que un engaño para conseguir que el comerciante aflojara la plata que le pedían.

Para blanquear la maniobra, típicamente mafiosa, la División Informaciones detuvo al cómplice de Marrone y confeccionó unos interrogatorios. La Torre declaró que “teniendo en cuenta la amistad que lo ligaba y con el fin de hacerlo quedar bien con la autoridad”, los mafiosos acordaban liberar a los cautivos “por la cantidad de cuarenta mil pesos, solamente, en virtud de que habían tenido sus trastornos y gastos”. A su vez, el comisario Ernesto Carreras se contactó con familiares de Nannini para hacerles conocer la oferta.

Mientras tanto, Nannini y Gironacci habían sido llevados a una casa en Marcos Juárez, provincia de Córdoba. Los policías y La Torre quedaron una cita para el 22 de mayo, un paso previo a lo que sería el pago del rescate. Pero el azar les jugó en contra: esa misma noche, los jóvenes escaparon de la casa por un descuido de quien los vigilaba, José Piazza, otro siciliano.

Entre los personajes secundarios de la historia se encontraba José Ruggenini, un periodista de origen italiano que había sido informante de la policía rosarina. Ruggenini quedó malparado en 1933, cuando se descubrió que ocultaba en su casa a varios mafiosos que estaban prófugos de la Justicia. Entonces se mostró arrepentido, lloró unas lágrimas de cocodrilo y entre otras declaraciones dijo que De la Fuente estaba al tanto de los detalles del secuestro y que él mismo había aconsejado -u ordenado- que sacaran a las víctimas de Rosario, el 18 de abril, ya que los chicos se habían dado cuenta de que los tenían en la ciudad, al oír a un canillita vocear el diario La Tribuna y a unas vecinas que mencionaban la plaza Santa Rita (hoy Sarmiento).

La policía rosarina presentó a La Torre simplemente como un hombre relacionado “con personas catalogadas como maffiosos”, que en virtud de esos contactos se había comprometido a “entablar conversaciones con algunos paisanos para cooperar con la autoridad al esclarecimiento” del secuestro. El desenlace imprevisto del secuestro forzó a los jefes de Investigaciones a blanquear la maniobra, que probablemente nunca habría sido revelada si los Nannini hubieran pagado el rescate. Sin investigar a los policías, el juez Angel Borzone acusó a La Torre como encubridor del secuestro y lo mantuvo preso hasta mediados de noviembre de 1932.

En ese momento, el número 2 de la banda de Marrone intentó resolver otra grave complicación para el grupo mafioso. El secuestro de Abel Ayerza, en Marcos Juárez, había movilizado a la policía de varias provincias y bastaba ser siciliano para volverse sospechoso. Entre los detenidos se encontraban varios miembros del grupo de secuestradores, entre ellos Carlos Rampello, un joven de 17 años que había delatado a varios de sus compañeros después de quebrarse en las sesiones de tortura que comandaba el comisario porteño Víctor Fernández Bazán.

La Torre visitó a Rampello en la cárcel y trató de reordenar al grupo, que estaba dividido después del asesinato de Ayerza. Poco después él mismo sería detenido junto con Carmelo Vinti, que murió en la tortura. Mientras tanto, entre las hipótesis que difundía la prensa, se comentaba que Chicho Chico estaba detrás del secuestro de Ayerza.

El periodismo rosarino todavía le daba vueltas al crimen de Luis Dainotto, Cayetano Pendino y Esteban Curaba, ordenados por Marrone en San Lorenzo, el año anterior. Chicho Chico “hizo saber que se presentará de un momento a otro para demostrar que nada tuvo que ver en los hechos”, informó La Capital. A la vez “el jefe de Investigaciones nos informa que todo lo que pueda decir hay que tomarlo con cierta reserva en razón de sus antecedentes”. Tenía razón la policía, Marrone nunca se presentaría a aclarar su situación.

Una muerte poco natural

La historia oculta se descubrió en 1938, a partir de la declaración del arrepentido Simón Samburgo, el primer contacto de Chicho Chico al llegar a la Argentina. El temible Francisco Marrone había muerto en una cama, pero no  por causas naturales.

Según la reconstrucción judicial, ocurrió en una habitación de la planta alta de la casa de Galiffi. Chicho Chico estaba sentado en la cama; a su derecha se hallaba Juan Glorioso; Rubino, en una silla y Corrado recostado contra la puerta de la habitación. Los cuatro conversaban normalmente, hasta que Rubino se lanzó sobre Marrone y comenzó a ahorcarlo, mientras los otros lo sujetaban.

Anteriormente y en un aparte que tuvieron Glorioso y Rubino éste último me encargó que le tuviera lista una cantidad de alambre, porque la iba a necesitar”, agregó Luis Corrado. Desde otra habitación de la casa, José Ciotta escuchó ruidos, gritos de dolor y las últimas palabras de Chicho Chico, a su verdugo: “Che fai, Gianni?” Rubino tomó el alambre que había traído Corrado y terminó de estrangular a Marrone con un nudo de cuatro vueltas en torno a su cuello.

Luego envolvieron el cuerpo en una bolsa de lona y lo sacaron de la casa en el baúl de un auto de Chicho Grande. El cadáver fue enterrado en una quinta situada entre Castelar e Ituzaingó.

Pero Chicho Chico no desapareció de la escena. A partir de entonces fue una especie de fantasma siempre presente, que no podía ser localizado en ninguna parte pero al que veía detrás de cada hecho mafioso. La leyenda distorsionó rápidamente su figura y se concentró en su contradictoria asociación de bon vivant y capo feroz. De tanto en tanto, la prensa se preocupaba ante los rumores sobre su regreso o su presencia de incógnito en Rosario o Buenos Aires; y en su persecución se esforzaron innumerables policías, que lo tuvieron muchas veces acorralado, que lo creyeron sin salida y lo dieron por detenido y nunca lo apresaron.

En su declaración policial, Simón Samburgo contó que en la noche del 9 de abril de 1932 estaba en San Juan, con Juan Galiffi. Había una reunión de negocios en casa de Chicho Grande, y de pronto sonó el teléfono.

Samburgo notó que Galiffi se ponía contento a medida que hablaba a través del teléfono y que después comentaba algo al oído de José Tuffani -”jefe de la mafia de San Juan”- y de Santiago Bue -más tarde detenido en Rosario por el secuestro de Marcelo Martin, el hijo del dueño de la Yerbatera Martin- y les pedía que abrieran una botella del vino.

-¿Buenas noticias? -le preguntó.

Chicho Grande contuvo la sonrisa.

-No sé si son buenas para usted -contestó, y le alcanzó una copa de vino-. Francisco Marrone ha muerto.

Samburgo no hizo más preguntas. Recibió la copa y brindó con Galiffi, su nuevo jefe.