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Un 17 de agosto, José de San Martín dejó el mundo terrenal para pasar al olimpo de los héroes latinoamericanos. Hablamos del 17 de agosto, pero tranquilamente podríamos hablar de alguna otra fecha más. Es que durante toda su vida, Don José coqueteó con la muerte y más de una vez la gambeteó de forma magistral.

El primer encuentro entre el Santo de la Espada y la parca fue en España. José de San Martín tenía  22 años y era teniente del ejército español. ¿San Martín en el ejército español? Sí, su padre, Juan de San Martín, ejercía funciones militares en América para la corona española. El nacimiento de nuestro héroe en suelo correntino fue una circunstancia y a pocos años de haber nacido se mudó a España debido a una orden para que su padre Juan retornase a esos lares. Volviendo al tema, José era teniente de las tropas españolas y llevando una valija con los sueldos de todos sus soldados fue interceptado mientras se dirigía desde Valladolid a Salamanca.

Cuatro ladronzuelos le pidieron que entregara la valija y el pobre de San Martín no tuvo ni tiempo a resistirse, rápidamente le clavaron una  daga en el pecho que lo tiró del caballo y le generaron varias heridas cortantes. Al creerlo muerto, los rufianes agarraron el botín  y escaparon. San Martín quedó tirado, moribundo al costado del camino y un general español que andaba por la zona, Francisco Negrete, lo reconoció y lo rescató. La muerte se quedó con las ganas.

En 1808, en Cádiz, algunos españoles descontentos con el desempeño del ejército contra las tropas de Napoleón, decidieron levantarse contra uno de los superiores de San Martín, al cual acuchillaron y después ahorcaron.  El futuro Libertador seguía en la lista. Si los gaditanos lo agarraban tampoco iban a ser muy simpáticos con él. San Martín pidió entonces ayuda a un monje capuchino quien lo escondió en un convento y al día siguiente lo disfrazaron para sacarlo de la ciudad. Segunda vez que José se le reía a la señora de las tinieblas.

Ese mismo año, en la batalla de Arjonilla, José cayó del caballo y a segundos de ser ejecutado por un soldado francés, uno de sus subordinados llegó a cubrirlo. Eso de que la tercera es la vencida, no aplicó para la muerte. Plus: el soldado se llamaba Juan de Dios, la muerte quedó masticando bronca con el particular juego de palabras.

En 1813, ya arribado a América y con la plena convicción de que el sur americano debía independizarse de España (sí, hasta hacía algunos años atrás formaba parte del ejército español) se enfrentó a los realistas en el combate de San Lorenzo. En algún momento de los quince minutos que duró el enfrentamiento,  su caballo (que no era blanco)  fue alcanzado por una bala y San Martín rodó por el campo de la gloria quedando su fiel bayo sobre una de sus piernas. Don José estaba entregado pero dos de sus granaderos, Baigorria y Cabral, lo ayudaron a burlar a la parca una vez más. Sin embargo, casi como advertencia o quizás por despecho, la muerte decidió llevarse a Juan Bautista Cabral. “¡Honor, honor al gran Cabral!...”.

La muerte para este entonces ya estaba frustrada y al comprender que no se lo podría llevar de un campo de batalla, empezó a mandar algunas enfermedades. San Martín sufrió varias úlceras, tuberculosis, asma, una gota que le entorpecía las articulaciones y algunos vómitos de sangre que lo incomodaban bastante.  Poco antes de partir a los Andes, escribió en 1816 a Tomás Guido, un general amigo: "Si no puedo tomar las mulas que necesito, me voy a pie (...) El tiempo me falta para todo, el dinero ídem, la salud mala, pero así vamos tirando hasta la tremenda”. Finalmente cruzó la cordillera y el resultado fue el conocido por todos, pero el cruce fue un infierno no tan conocido para su salud. El mismo Guido, después de la batalla de Chacabuco (la cual decidió la liberación de Chile) escribió al gobierno en Buenos Aires: "El estado del señor General San Martín es de sumo grave y desespero de su vida". Pero ahí seguía José, resistiendo todas ayudado por la suerte, el opio y el láudano.

Después de sus hazañas en nuestro país, Chile y Perú, el Libertador se fue desencantando. Ciertos enfrentamientos internos en cada uno de los países que libertó lo fueron alejando cada vez más hasta que en 1824 partió hacia Europa. Quiso volver en 1829, con 51 años, pero al llegar a Buenos Aires se encontró con un país sumido en la anarquía y ni siquiera quiso bajarse del barco convencido de que su imagen iba a ser utilizada políticamente. En ese momento decidió irse para nunca más volver y, quizás, con esa decisión algo en él murió.

En el viejo continente, también camorreó a la muerte. A esta altura, ya no sabemos si San Martín tenía talento para sobrevivir o para atraer desgracias, pero en 1826, en un viaje que realizaba por Inglaterra, su carruaje volcó y quedó atrapado debajo de éste. Lo rescataron con algunos golpes, cortes y una considerable lesión en el brazo izquierdo. José se recuperó y siguió tirando.

En 1832, resultó afectado por una gran epidemia de cólera que se extendió por toda Europa dejando cientos de miles de muertos pero, fiel a su estilo, siguió vivito y coleando.

En 1846 decidió recorrer Italia acompañado de su mucamo personal y una noche pareció confirmarse lo más temido para este eximio soldado que ya tenía 68 años e incontables achaques. “El señor general ha muerto”, anunció el mucamo a otro integrante de la comitiva que acompañaba a San Martín. Sin embargo, el Libertador había tenido un ataque de epilepsia que afectó severamente sus signos vitales.

El mes de agosto de 1850, con 72 años a cuestas,  lo agarró desmejorado, con dolores de todos los colores sin saber ya cuáles eran las dolencias viejas y cuáles las nuevas, estaba casi ciego y se movía con dificultad. Lo cuidaba su hija Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y sus nietas que vivían con él en su departamento de la Grand Rue 105 en Bolougne-Sur-Mer, Francia. Estaba monitoreado por un pelotón de médicos, tenía el opio, el láudano y  sus cajitas de rapé que siempre lo calmaban, pero ya nada parecía suficiente.

El 15 de agosto, le dio a su hija un mensaje premonitorio: “C’est l’orage qui mene au port” (“es la tormenta que lleva al puerto”) y el 17, después de levantarse y hacerse leer los diarios, tuvo una última descompensación. Presintiendo que esta vez su eterna enemiga lo había agarrado con la guardia baja, dijo a Mercedes: “esta es la fatiga de la muerte” y comenzó a transitar sus últimos minutos de vida en este mundo.

La muerte sonrió satisfecha, no estaba Negrete, ni los monjes capuchinos, ni Juan de Dios, ni el granadero Baigorria, ni el sargento Cabral para salvarlo; no estaba en ningún campo de batalla con una tropa que pudiera ayudarlo, estaba en su cama, viejo y débil, acompañado por familiares que comenzaban a despedirlo. Presa fácil. Murió a las tres de la tarde del sábado 17 de agosto de 1850. A partir de ese momento fue coronado con la gloria y la gratitud eterna del pueblo latinoamericano. Su nombre, sus proezas y sus ideales serían recordados para siempre y San Martín seguiría más vivo que nunca, mal que le pese a la fracasada muerte.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR