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La pared de material sobresale en el enjambre de chapas. La leyenda que se lee en la pizarra de madera colgada al lado de la puerta esconde una palabra que sintetiza la existencia de uno de los asentamientos más postergados e invisibilizados de Rosario: el olvido. Hasta hace poco, en el interior de esa casilla, funcionaba un búnker de drogas. Hoy allí, gracias a la incansable tarea de vecinos y militantes sociales, 32 “angelitos olvidados”, como se los conoce a los chicos que corretean por el lugar, reciben dos veces a la semana una copa de leche. “Ya no se escuchan más tiros, ahora vivimos más tranquilos”, cuentan las familias que habitan este territorio.

El alivio por no estar más a merced de los narcotraficantes es una simple caricia, una mera bocanada de aire ante una realidad que asfixia a más no poder.  Este pequeño y abandonado barrio de Rosario está oculto entre yuyos y pastizales, detrás de las vías del Belgrano Cargas, pasando Puente Gallego, en el extremo sur de la ciudad. En ese punto geográfico, la desidia estatal es total. Y literal: el asentamiento, formado hace 19 años, no tiene nombre. Las 24 familias instaladas en ese lugar no existen en ningún registro del municipio.     

Susana, con sus 59 años a cuestas, es la encargada del improvisado comedor que alimenta y contiene a los chicos del barrio. Vive allí desde hace tres años. Antes estuvo del otro lado de la vía haciendo la misma tarea social. La mujer se define como una “militante de la vida”. Dice que nació para eso, para ayudar a los demás. Susana ya no está sola. Desde hace tres meses recibe el apoyo y la colaboración de otros militantes, un grupo de jóvenes que pertenece a una organización llamada “JP Peronismo militante”.

 

“Susana está muy sensibilizada con este lugar, de ahí su cruzada solidaria. Nosotros pudimos entrar al asentamiento por ella, hubiese sido imposible por la lógica resistencia de los vecinos con los extraños”, cuenta Maricel Alderete (37 años), responsable territorial de esta agrupación política en la zona sur. Los militantes se toparon con una postal medieval al ponerse en contacto con estas familias. “Nos encontramos con chicas embarazadas que no sabían, con madres que no conocían la asignación universal por hijo y hasta señores que nos decían que las inundaciones eran algo normal porque no se puede luchar contra la fuerza de la naturaleza”, detalla esta trabajadora social.

Ni Maricel, ni ninguno de sus compañeros de militancia, pueden entender el  “absoluto desentendimiento” del poder político en un territorio que está dentro de los márgenes de la ciudad. “La sensación es que es un lugar fantasma. Para empezar  no tiene nombre, con todo lo que eso significa. En 19 años ningún funcionario municipal fue a visitar a estas familias. No tienen luz, no tienen agua, no tienen un dispensario. La gente no está documentada. El abandono es mayúsculo. Asusta semejante olvido”, se queja.   

Algunas batallas, sin embargo, ya se ganaron. El paso más riesgoso y difícil lo dio Susana. Al ver que en el corazón del asentamiento se había instalado un kiosco de droga, convocó a otras mujeres del barrio para acorralar al nacotraficante de turno. Con la marihuana y la cocaína llegaron las armas y los tiros. “En su época los soldaditos probaban las ametralladoras, se escuchaban tiros todas las noches”, describe Esteban Morales (30 años), el militante que propuso construir una canchita de fútbol para fomentar la actividad deportiva. Hoy ese proyecto ya es una realidad.

 

La casilla donde funcionaba el búnker aún conserva la ventana por donde se vendían los estupefacientes. Ese el único rastro de esa violencia organizada. “No podía quedarme de brazos cruzados. Mi mayor preocupación es que los chicos no se acerquen a las drogas, que no caigan en esa trampa. No hay retorno después de eso”, afirma Susana, quien el año pasado perdió a un sobrino en un fuego cruzado entre dos bandas. “Estaba en la puerta de su casa y una bala lo mató”, cuenta con un nudo en la garganta.  

El anhelo de los militantes es lograr " empoderar” a los jefes de familias para que puedan reclamar sus derechos. La tarea no asoma para nada sencilla. En esos caminos de tierra, la pobreza y las desigualdades están naturalizadas. “Es muy duro, pero a ellos les parece normal tener que caminar para buscar agua o tener que tirar un cable para tener algo de luz. Estas barreras son las más difíciles de romper”, concluye Maricel.

La charla de Susana con Rosarioplus.com termina con una cruda reflexión: “Ojalá que esta nota nos ayude. No tendrían que existir estos lugares. No es justo que la gente viva así”.