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Decir que fue un accidente sería mentir. Un accidente es algo que se puede evitar. Nadie me quita de la cabeza que lo sucedido el 6 de agosto de 2013 en un edificio tranquilo de una zona hermosa de Rosario, pudo evitarse. Fue un siniestro. Sin ánimo de blandir un dedo acusador, me doy cuenta de que el profesionalismo de quienes manipularon el gas no era tal. Que la empresa proveedora del servicio de gas siempre respondió a la lógica de la acumulación de riqueza y de la ganancia y no a la de garantizar seguridad. El Estado, responsable del control ¿qué controló? Pareciera que se trata siempre de un control de oficina y no del ejercicio de un control efectivo que verifique el funcionamiento, la calidad de los materiales, de un control real.

Fueron muchos los factores desafortunados que confluyeron en un simple edificio donde vivía gente sencilla, como vos, como yo. Y que le cayeron encima con una furia nunca vista en la ciudad.

Recuerdo que por el sitio en el que me encontraba no escuché, no vi y no sentí vibración alguna. Me advirtieron por teléfono que una catástrofe había ocurrido. Desde una radio de Buenos Aires me pidieron cubrir el hecho. Pude llegar a una cuadra de ese dolor del cual aún se sabía muy poco pero que había llegado para instalarse. Desconcierto e imprevisión. Especulaciones miles. Fuerzas de seguridad y bomberos que intentaron desde el comienzo proteger a los transeúntes. 

Después, lo públicamente conocido. Los nombres. Las personas. Los seres queridos. Los cinco días de búsqueda de los desaparecidos que fueron encontrados del peor modo. El dolor punzante. El valor de los bomberos y cada una de las personas que aportaron su solidaridad real. El ¿y ahora qué?

Políticos que se hicieron presentes para mitigar el negativo impacto del siniestro que desnudaba la falta de previsión y contingencia ante cualquier infortunio que como sociedad pueda acontecernos. Pasillos judiciales en los cuales invariablemente las responsabilidades -en mayor o en menor medida- acaban por diluirse. Porque hubo multas, pero no todo se arregla con plata. El mito de la solidaridad del gran pueblo argentino donde el mito siempre se mantiene pero la solidaridad es patrimonio de muy pocos. La paranoia desatada en una ciudad donde cualquier olor pasó a ser sospechoso. 

La empresa proveedora del servicio, que pasó a convertirse en la empresa cortadora del servicio, sobreactuando el cumplimiento de estrictas normas de seguridad que no aplicó cuando debía. Sólo los seres queridos con su dolor permanecen vivos como el 6 de agosto, como la explosión, como el derrumbe y como el fuego. 

¿Aprendimos algo? No lo sé. Somos especialistas en olvidar y volver por eso a tropezar incontables veces con las mismas piedras. Solamente sé que el ejercicio de la memoria puede salvarnos de un destino grotesco de amnesia y una consecuente persistencia en los errores. Por eso quiero recordar que no se trató de un accidente. No se trató de una desgracia. Se trató de un siniestro. De algo avieso. De algo que no debió ocurrir. Pero más aún quiero recordar a Hugo, Maximiliano, Luisina, Beatriz, María Esther, Juan, Ana, Carlos, Débora, Lydia, Santiago, Adriana, María Emilia, Estefanía, Eraseli, Domingo, Florencia, Soledad, Federico, Maximiliano, Roberto, y Teresita junto a quienes fueron heridos y a quienes perdieron su hogar. Para todos ellos, el deber de recordar.