POR JULIA MOSCATELLI

Es doce de septiembre de 1990, un mes y dos días de mis incipientes siete años. Vivo en un amplio departamento ubicado en calle Pellegrini junto a mis padres y ―según los preceptos tradicionales― mi medio hermano, Gerardo. Nunca entendí lo de su mitad porque se lo ve bastante entero. Pero eso no viene “al caso”.

Son las ocho de la noche y hace días que los noticieros informan acerca de la desaparición de una piba/adolescente: 17 años, catamarqueña, estudiante y pronta a egresar del colegio secundario.

En casa aún no tenemos cable, tampoco cenamos con la tele, papá no quiere. Él es más del diario, mamá de la radio.

Sigo expectante a la chica de quinto año. Ya pasaron unos días y los periodistas anuncian su brutal asesinato, también dicen que la violaron entre varios hombres. Mientras narran la noticia, mamá, que está tomando sol en el balcón, me advierte que cuando vayamos al río y me agarren ganas de hacer pis le pida a ella, que no entre sola al baño. No sé por qué, yo no soy esa alumna y no voy a las confiterías como María Soledad antes de su muerte. Todo me da miedo porque ya no se habla de María Soledad; ahora todo es “el caso de”.

La chica tenía un nombre y hoy, que es doce de septiembre de 1990, sería su cumpleaños. Dicen que es un caso, para mí es un cadáver. Un cuerpo que advierte y un cuerpo que emerge como síntesis de rapiña. También son los restos de una mujer joven, sencilla y completamente residual para los culpables. Pero eso en esta época no importa: algún día se hablará de femicidio. Ahora es 1990 y este es un crimen neutral en términos de género; un crimen que, sin embargo, necesitó de ese género para vejar, humillar, violar hasta terminar de sellar su pacto corporativo de masculinidad.

Llegamos al 23 de diciembre, hace calor. Una señora de la tele apodada Fanny ―igual que la kiosquera del barrio de mi abuela― reaparece una y otra vez en las denominadas marchas del silencio. Ya terminaron las clases y voy a pasar a tercer grado. Mi hermano también, pero él va al secundario, como iba María Soledad. Una víctima que me produce angustia.

El dolor ecuménico clama por el esclarecimiento del caso Morales, la víctima expiatoria que traduce el rechazo de un pueblo frente al poder político. Mientras gimoteo frente a la pantalla, escucho a Elías, su papá:

- Estamos doloridos pero jamás desanimados. Junto a mi esposa Ada y acompañados por este maravilloso pueblo que debe seguir luchando hasta las últimas consecuencias para que se haga justicia. Y es en busca de la justicia, que llegará en paz, ojalá sea para siempre… gracias, pueblo de Catamarca. ¡Felices fiestas para los que tienen las manos limpias, para los que podemos levantar la copa limpia! No para aquellos que nunca van a levantar las manos.

Elías fallecerá en 2016 y su deseo de justicia no alcanzará para que los asesinos levanten ni laven sus manos. Un año antes a su deceso, al menos, Elías será testigo de aquel primer Ni Una Menos que, triste y paradójicamente, nació con la muerte de otra muchacha. Pero ya no se tratará esta vez de “el caso de”, sino de Chiara Páez, adolescente de 14 años asesinada a golpes por su novio. A partir de allí, la resistencias serán distintas y la embestida mediática, peligrosa. El panóptico de algunos medios comenzará a medir la longitud de las polleras, los hábitos y los horarios de circulación de las víctimas, para revictimizarlas una y otra vez. Y María Soledad habrá quedado lejos, inmortalizada ―a modo de estampita― en la estudiante de jumper escolar que fuera invisibilizada y desechada por la cofradía patriarcal. 

Ahora estamos en 1998. Ya soy adolescente, tengo 16 y asisto al tercer año del colegio secundario; soy contemporánea de María Soledad.

Pasaron ocho años del homicidio y “el caso” se inscribe nuevamente en la agenda. El lapso judicial sólo sirvió para colaborar en la impunidad, ni siquiera fue fructífero para contabilizar, si las hubo, a otras marías soledades. Un suceso que dijo más sobre los victimarios que sobre la propia víctima.

Tula ―Luque―, los denominados culpables, resurgen como ruido molesto para los tres poderes del estado. Nombres que escuché siendo una niña, fáciles de pronunciar, bisílabos y fonéticamente simples. Apellidos cortos, sencillos; lástima que olvidamos al resto de los participantes porque fueron encubiertos.

Estamos en 2023, cumplí cuarenta años y a María Soledad la mataron hace 33. Hoy sería su cumpleaños número 51.

Mientras yo crezco y el cuerpo de María Soledad se disgrega en la soberanía discursiva de “la mató la impunidad del poder”, los feminismos ponen en palabras lo que en 1990 era indecible/inconcebible: que fue un femicidio, un brutal femicidio. Sin embargo, y al fragor de las revolución de las hijas, para muchos nunca dejará de ser María Soledad, víctima de los hijos del poder. María Soledad de los Inmorales.