__tadevel:head__

Dan un poco de impresión los lloriqueos en vivo de Barbie Vélez por los medios y las redes, que no por banales dejan de ser sintomáticos. Aparece, en esa sinceridad lisa y plana que habilita la instantaneidad del directo -y que expande nuestro ancestral gusto por el chisme en el actual modo de gozar- un núcleo de verdad que perfora, de manera inusitada, el verosímil de las demandas de género. Que los medios y las redes son lenguajes que producen mutaciones en las matrices subjetivas es un lugar común, pero dicho engranaje inadvertido aparece, justamente, en esos “restos” -como los lloriqueos de Barbie, o los descargos y contra-acusaciones simultáneos de Fede- que pueblan la superficie catódica de una cultura transmediática del contacto en la cual nuestra experiencia se encuentra a la deriva.

El autodiseño y la exposición de nuestra propia subjetividad tienden a ubicarnos en una apuesta performática indeterminada y sin espesor, produciendo una propensión a un cada vez más profundo empobrecimiento de la experiencia. Si hasta hace poco contábamos, aun, con la cándida promesa de inquietud subjetiva de la flânerie, lo cierto es que esto subsiste sólo de manera vintage, como insistente práctica de ingenuos y nostálgicos. Al contrario, lo que parece imponerse como experiencia central de la época es la de la deriva en un permanente estado de exhibición y contacto.

El riesgo subjetivo que ello comporta no es menor; se juega en los pliegues de un espacio imaginario que va de la vulgar ostentación de fulgurantes objetos y cuerpos del capitalismo supranacional, a una rebuscada erótica local de los roces, cuya espectacularidad devino en efectivo lazo social, tal como advirtiera Debord a fines de los últimos 60. De tal modo desprogramadas, las reivindicaciones políticas de víctimas y militantes -arrojadas inevitablemente a las vicisitudes del flujo de la mediatización-, resultan del todo alienadas cuando la afectación materna de la protagonista entra a la escena pública.

La desfachatada “carta” virtual publicada en Instagram con esmerada rúbrica solidaria de Nazarena, interviene marcando, de manera impúdica, aquello que de verdadero sufrimiento pudiera haber en una Barbie también lanzada, inevitablemente -como su madre-, a la desprivatización del duelo mediático. Pero lejos de convertir a Barbie en ícono sacrificial y productivo de las denuncias de violencia de género, este mecanismo revela un riesgo más profundo, que indica cómo opera -de manera general- la lógica de vaciamiento político de las consignas en la mediatización actual.

Expuesto a la tonalidad del simulacro, el compromiso de la consigna que condensa las demandas de violencia de género -Ni Una Menos- se encuentra extorsionado por esa carta indecible, bajo peligro de usurpación de su génesis: la responsabilidad política. Si toda consigna, desde que la sociedad es mediática, es, simultáneamente, una mitología, será tarea, entonces, de la ciudadanía, entrenarse continuamente en un juego creativo de reapropiación de un cierto espesor político que el carácter constitutivamente cínico y paradojal de la política performática del presente tiende, de manera inevitable, a diluir.