María Rosa Di Leo se sentó para completar una nueva ficha de inscripción en el jardín de infantes que tenía en su casa. Había recibido a una mamá que venía desde el centro de la ciudad, y la hizo pasar a la cocina. Pero lo único que llegó a trazar fue una larga raya vertical, en el instante en que cayó al piso, muerta de un disparo de bala en la nuca.

Era el jueves 7 de agosto de 1997, y a veinte años de ocurrido, el asesinato sigue siendo un misterio. La muerte de la maestra jardinera evoca asi el estereotipo del crimen perfecto, la etiqueta con que se sellan las investigaciones fracasadas.

Di Leo tenía 36 años y trabajaba en el jardín Tardecitas de Sol, en la planta baja de Eva Perón 5467. En la planta alta vivía con sus padres, Vito Di Leo y Carmen Mattina. La maestra estaba en pareja y pensaba casarse con Luis Laplacette, de 50 años, un fabricante de ropa de la ciudad de Colón, en el norte de la provincia de Buenos Aires.

Nadie escuchó el disparo que mató a Di Leo. Su asesina consiguió escapar de la escena del crimen sin dejar más que un recuerdo borroso en algunos vecinos que la observaron cuando se iba en un vehículo de color oscuro, y la describieron como una mujer rubia que llevaba un tapado oscuro.

Una desconocida en el teléfono

María Rosa Di Leo había recibido en los días anteriores varios llamados de una mujer interesada en llevar a sus hijos a Tardecitas de sol. Le llamó la atención un detalle: la mujer decía vivir en Oroño al 1400, muy a trasmano del jardín. Una dirección falsa, que podría inventar alguien que no conociera bien la ciudad.

La desconocida se mostraba amable y muy interesada. El 7 de agosto el teléfono volvió a sonar a las 13.30 en casa de los Di Leo. “Era una mujer, la misma que se había comunicado días atrás para inscribir a sus hijos en el jardín -declaró la madre de María Rosa, que atendió el llamado-. Cinco minutos después estaba acá, lo que nos pareció raro. Tocó el timbre y otra vez la atendí yo. Estoy segura de que era la misma voz que escuché en el teléfono. Entonces María Rosa bajó al jardín para atenderla”.

Media hora después comenzaron a llegar los chicos del jardín. Como nadie respondía, los padres tocaron el timbre de la planta alta. Carmen Mattina bajó a abrirles. “Probé el picaporte y la puerta del jardín estaba abierta. Entré y los chicos me siguieron”, contó.

Caminaron por el pasillo que llevaba hasta la cocina. La puerta tenía llave. “La abrí y les dije a los chicos que fueran colgando sus mochilas -agregó la madre de María Rosa Di Leo-. Entonces me di vuelta y la vi. Estaba tendida en el suelo, sobre una colchoneta, y había sangre bajo su cabeza. Empecé a gritar”.

La llave de la cocina apareció en un patio lateral. La asesina la había arrojado allí, antes de salir por la puerta principal. Un testigo, Osvaldo Cameroni, la describió “como de 30 años, de cutis trigueño, cabellos oscuros, lacio, vestía con un tapado color negro de paño, la solapa alta, de un metro setenta y cinco de estatura, delgada”. La mujer llevaba anteojos de sol y estaba sola.

La escena hizo pensar en un profesional, o por lo menos una persona con notable frialdad. La asesina utilizó una pistola calibre 7.65 e hizo un único disparo que ingresó abajo de la oreja derecha de María Rosa. Luego colocó el cuerpo sobre una colchoneta y lo arrastró diez metros, para que no fuera visto desde el exterior. Sabía que a las 14 ingresaban los chicos del jardín, por lo que se dispuso a cometer el crimen en ese lapso, y de hecho no estuvo más de quince minutos en el lugar.

En su declaración judicial, Carmen Mattina dijo que una semana antes del crimen habían recibido cuatro llamadas de una mujer que decía ser del campo y pedía que le indicaran cómo llegar al jardín, para anotar a sus hijos.

La primera hipótesis de la Brigada de Homicidios de la policía rosarina fue que el crimen se debía a una venganza contra Vito Di Leo por su actuación en la ex Dipos, la Dirección Provincial de Obras Sanitarias, de la que se había retirado dos años antes. La familia lo desmintió de inmediato: no había ninguna razón para pensar en tal posibilidad.

La segunda hipótesis fue la que se impuso en la investigación: el asesinato tenía que ver con "motivos pasionales". La atención se posó en Luis Laplacette, en su historia, en su círculo social. Pero durante unos meses no hubo ningún avance.

La sospechosa

A principios de noviembre de 1997 llegó un anónimo a Canal 5. El mensaje aseguraba que la responsable del crimen de Di Leo se llamaba Miriam Lilian Buisart y vivía en Colón, como Laplacette.

El periodista Alberto Furfari entregó el anónimo al juez Carlos Carbone, a cargo de la investigación. El juez ordenó intervenir el teléfono de Buisart, envió a policías para que hicieran averiguaciones en la ciudad donde vivía y recurrió al entonces flamante sistema Excalibur para analizar sus llamadas.

Buisart tenía 36 años y sus rasgos podían corresponder a los descriptos por el testigo Cameroni, aunque era morocha y no rubia. Trabajaba en la Cooperativa Eléctrica de Colón. Era de clase media alta -su familia poseía campos en El Arbolito, una localidad vecina- y a principios de año había tenido una relación amorosa con Laplacette.

La investigación de los policías rosarinos en Colón no se destacó por su discreción. En pocos días fue vox populi en la pequeña ciudad que Buisart era sospechosa por el crimen de Di Leo. Tanto que la propia mujer decidió consultar a un abogado en Pergamino, el 25 de noviembre.

Ese mismo día Buisart fue detenida y conducida a Rosario. Además la policía allanó su casa, en Colón, de donde se llevó entre otras cosas una peluca rubia y un papel con un número de teléfono de la ciudad de Funes, anotado por Laplacette.

Había algunos indicios que la hacían sospechosa. Un día antes del crimen, Buisart pidió una licencia en su trabajo; al día siguiente del hecho, llevó su auto, un VW Pointer azul oscuro con vidrios polarizados, al lavadero; el vehículo era similar al que describían los dueños de una parrilla ubicada enfrente del jardín de infantes.

La investigación previa a la detención no logró apuntalar esos indicios. Las grabaciones de las conversaciones telefónicas de Buisart no aportaron ningún elemento, ni se pudo vincular las líneas personales y del trabajo con la del jardín de infantes. Las medidas posteriores tampoco dieron mejores resultados: el autor del anónimo, Pascual Skodlar, no tenía al fin de cuentas más que un chisme sin pruebas para contar; los vecinos no reconocieron el VW Pointer como el auto que llevó a la asesina de Di Leo; los cabellos que se encontraron en la escena del crimen no pertenecían a Buisart.

Por su parte, Luis Laplacette “no aportó datos específicos al expediente”, según las crónicas de la época. La familia Di Leo señaló que dejaron de tener contacto con él después del crimen.

Buisart contestó con calma las preguntas del juez Carbone. El día del crimen, dijo, había estado en su casa y por la tarde se había encontrado con su pareja, un hombre que vivía en la ciudad de Buenos Aires y se encontraba en Colón.

Un aspecto central en la acusación era su vínculo con Laplacette. En su declaración, Buisart dijo que había sido apenas ocasional y que lo había visto por última vez en marzo, cinco meses antes del crimen. Negó guardar algún tipo de rencor. El número de teléfono que le había anotado -y que llevaba en la cartera- pertenecía a un empresario textil amigo de Laplacette.

Buisart agregó una referencia extraña en su descargo. Una semana antes de la muerte de Di Leo, afirmó, su hija menor atendió un llamado de Laplacette o alguien que respondía a su apodo y pedía que se comunicara con otro teléfono. Laplacette negó haber realizado el llamado, por lo que ella lo interpretaba como un intento de comprometerla en el crimen.

No obstante la escasa prueba, fue procesada por el crimen y estuvo casi dos años presa hasta que el 12 de noviembre de 2000 el juez de sentencia Luis Giraudo la absolvió por el beneficio de la duda. El fiscal Norberto Pica había pedido la pena de prisión perpetua por homicidio calificado, mientras que el abogado defensor, Víctor Hugo Sosa, planteó que debía ser absuelta.

El juez Giraudo admitió que había indicios para pensar en un crimen pasional, pero las evidencias recolectadas eran insuficientes no solo para condenar a Buisart sino para demostrar que hubiera estado en Rosario el dia del crimen. “Nos encontramos en un estado de perplejidad total frente a lo ocurrido”, manifestaron a su vez los integrantes de la Sala IV de la Cámara de Apelaciones, Guillermo Fierro, Rubén Jukic y Antonio Paoliccelli, al constatar el fracaso de la investigación.

Buisart volvió a Colón. En una de sus propiedades, mediante alquiler, funcionan actualmente la Subdelegación Departamental de Investigación y la Dirección Distrital Antinarcóticos que dependen de la Delegación Pergamino de la policía bonaerense.

Con prudencia, el padre de la víctima suscribía las sospechas contra la mujer y planteaba su extrañeza por el comportamiento de Laplacette: “Desapareció, a pesar de que siempre esperamos que se acercara a nosotros para brindarnos alguna explicación de lo que pasó o al menos que nos acompañara”, declaró Vito Di Leo en agosto de 1999.

“No quiero que vaya a la cárcel ninguna persona inocente. Solo quiero saber quién y por qué mató a mi hija”, dijo entonces Di Leo. Veinte años después, esas preguntas siguen sin respuesta.