POR LAUTARO MURIALDO

En esta era donde las ferias se han puesto de moda, sobre todo esas en las que un músico, un actor va y consigue esa campera que lo destaque arriba del escenario mientras come un pancho, en un moderno food truck, estacionado sobre la costa del río Paraná. aquí en la periferia de Rosario el escenario es bastante distinto. 

Mañana de miércoles: al playón de Rouillón y Maradona, en el sudoeste de la ciudad, empiezan a llegar los feriantes, humildes vecinos que colocan lo poco o mucho que tienen para ofrecer. Ahí nomás, sobre el asfalto y en derredor del tanque de agua. Muchos ni siquiera disponen de un tablón para exhibir sus cosas a la venta. Este mercado popular a cielo abierto es un clásico ya. Generalmente, abre los fines de semana. Pero en las últimas semanas, a medida que la crisis muerde más fuerte, los feriantes decidieron agregarle el miércoles para tener un día más para intentar ganarse el pan, solo lo justo para el día. Y a veces ni eso, como quedó reflejado en la primera entrega de esta nota

En este arrabal alejado del centro, donde el Estado primero se manifiesta en forma policial, y donde los servicios públicos escasean o defraudan, existe una comunidad que se sostiene a través de la compra y venta de artículos que muchas veces se consiguen por donaciones, por cosas que ya no tenían uso en sus propias casas o por lo que lograron juntar en el cartoneo diario.

Mary Cáceres, referente del lugar, cuenta cómo la feria ha ido prosperando con el correr de los años. Y al contarlo, connota que lo que también ha progresado aquí es la pobreza, la vulnerabilidad económica y social. 

Mary Cáceres, una de las impulsoras del espacio, también cocina para los y las feriantes.

“Agregamos un día más por la situación económica que estamos viviendo, la estamos pasando mal, la feria de los miércoles es la de la gente más humilde, la que más necesita, venimos a hacer unos mangos para comer y así buscar el pan para hoy”, relató en diálogo con RosarioPlus. Actualmente, están manejando la posibilidad de sumar otra jornada, con la cual ya serían cuatro en la semana.

La feria arrancó con 20 puestos y ahora cuenta más de 65. Detrás de cada uno hay una familia que se la rebusca vendiendo. Y no siempre. Es que también muchos perciben que las ventas bajan cada vez más. “Estamos en un momento muy similar a la crisis del 2001, de hecho si la gente que viene no tiene dinero, estamos abiertos al trueque”.

Los precios son accesibles: una ropa de bebé se puede conseguir por $500 y un par de zapatillas por $1000. Pero no solo son los precios lo que seduce a los compradores, sino también la cercanía con los barrios más humildes. Hoy es caro hasta tomarse un colectivo para ir y volver del centro.

Mary se siente la madre de todos los feriantes, por eso cocina para ellos todos los miércoles. Lo demostró ese mediodía de sol en el barrio donde se asienta la comunidad toba más grande de la ciudad, mientras sacaba del aceite hirviente unas torrejas de acelga, luego acompañadas con queso y arroz. Ella cuenta con orgullo cómo lograron construir dos baños e instalar el agua para que las instalaciones sean más aptas para tanta actividad. 

En tiempos de crisis los más humildes son los primeros que entendieron que su supervivencia depende del esfuerzo de todos los vecinos, que nadie se salva solo, como dicen varios aquí. Si no fuera por su organización, la feria no existiría. 

Así luce el playón cuando la feria empieza a tomar forma.

Cuando perciben que hay un periodista de visita, algunos quieren que quede claro que no son como suelen mirarlos desde el centro. Y no tanto, la discriminación en los barrios también está a la orden del día. 

Muchas veces se replica que el pobre es pobre porque quiere, que son vagos, pero cuando se camina por estos espacios la realidad golpea de frente y uno puede ver cómo en realidad son estos excluídos los que más quieren un trabajo en condiciones dignas, pero como ese trabajo no llega, no queda otra que remangarse y ser creativo hasta que lleguen tiempos mejores.