La lucha diaria del Comedor Dorita, rincón solidario de la zona norte
Dora Bértora es la cara visible del Comedor Dorita, que nación en 2016 por iniciativa de su hijo Facundo Vijande, para ayudar a la gente del barrio. Funciona con ayuda de instituciones, empresas y personas que colaboran con ropa, alimentos, juguetes o útiles escolares. Cuatro veces por semana sirven cientos de raciones de comida en el norte de Rosario, y en el contexto actual necesitan ayuda para seguir adelante.
“El horario acá es puntual. Son casi 400 raciones de comida que servimos los lunes, martes, jueves y viernes. La gente viene temprano, se toma un mate cocido con alguna panificación y va sacando el número. A las once menos cuarto, nos dan el tupper y les servimos lo que haya ese día. Un guiso, un arroz con pollo o un puchero, lo que hayamos podido preparar”, le dice Dora a Rosarioplus.com.
El salón en el que funciona el Comedor Dorita es alquilado y está en Pacheco 657, casi donde termina el recorrido de Avenida Travesía, para el lado de Sorrento. Además de la olla popular, antes del Covid se daban allí clases de apoyo escolar y en el patio hay algunos juegos de plaza, para los más chiquitos. El lugar funcionaba también como Centro Cultural, pero eso volverá recién cuando haya vacuna o retorne la vieja normalidad, esa en la que no había barbijo pero sí muchas necesidades, casi tantas como las de hoy. “Acá viene gente de barrio Sarmiento y también de acá atrás, de Travesía, o de Casiano Casas. Algunos nuevos por la pandemia, como un matrimonio que viene con su hijito recién nacido, los dos sin trabajo y viviendo en la calle”, dice la responsable del lugar.
A su lado está Pochi, que la ayuda a preparar las comidas. Mientras tira un montón de arroz a la olla y revuelve, remarca: “El que organizó todo es su hijo, que consigue las donaciones y eso. Pero ella es la reina acá, la aman todos”.
En la puerta, sentados con barbijo y distancia, algunos vecinos cuentan su experiencia. “Hace varios años que vengo acá, soy jubilado ferroviario. Si no estaría Dorita, no sé cómo llegaría a fin de mes. Soy de Casiano Casas, acá a unas cuadras”, relata uno de ellos. En ese mismo momento Héctor, con un piluso canaya, muestra un viejo carnet suyo de socio de Central, mientras prepara la olla para buscar la comida. Al lado suyo, otro vecino que espera su ración se ríe de algún chiste, con gorro leproso. Después de algún chiste futbolero dicen a coro: “Acá lo que nos une a nosotros es Dorita, es la mejor”. Los dos viven de hacer changas de albañilería, no muy frecuentes por estos tiempos.
La edad de quienes esperan es de 60 años para arriba y aunque tengan distintos orígenes, sus historias de vida se parecen. Sobreviven en los márgenes de un modelo que casi no los tiene en cuenta. Aún en edad laboral, les sería muy difícil conseguir empleo mediante un clasificado o acceder a un préstamo en el sistema bancario. Para todos ellos, el comedor Dorita tiene un lugar. “Se hace la comida en esta olla y si alguno viene con un tupper más grande, se le sirve. No preguntamos cuánta gente vive en su casa. Y la ropa que nos dan, la ponemos arriba de ese banco y se la llevan también. Así funciona y nadie se pelea”, dice Dora.
La iniciativa nació en 2016, cuando Dora se jubiló. Ahora relata: “Había hecho de todo. En los últimos años, laburé de remisera. Siempre me gustó mucho la calle, estar con la gente. Y siempre con los que más necesitan. Mi hijo sabía de mi pasión por ayudar y consiguió este salón, que lo fuimos arreglando y acá estamos. Hemos recibido algún freezer como donación, también unos ventiladores que trajo la empresa Liliana para hacer una rifa. Ahora este año, nos dieron juguetes y caramelos para organizar la Navidad. Todo lo que llega, va a la gente. Y no somos de ningún partido político”. En Facebook se los encuentra en Comedor y Centro Cultural Dorita. Allí se pueden establecer contacto para hacer donaciones de alimentos no perecederos, ropa, muebles o juguetes.
Llegan las 10.45 y se empieza a servir el arroz con pollo. La Pochi y Dorita van llamando por orden. Cuando toca el turno, cada uno entrega ese pedacito de caja de cartón que tiene pintado un número con fibrón negro, que servirá para volver ordenarse al día siguiente. Un rato después, caminando o en bici, cada vecino se vuelve a su casa, con el almuerzo para toda su familia. Al día siguiente se encontrarán otra vez, para repetir este ritual de la solidaridad que les permite seguir en la pelea diaria.