Duki encendió Rosario
En una noche donde la humedad llegaba a 96%, llegó el Duko y la subió a mil. Calor, desmayos y mucho pogo para recibir al “maldito modo diablo” en Rosario.
Duki pisa la tarima en medio de una marea de gritos ensordecedores. Son cerca de las 21.15 y acaban de actuar Varoner, GBZ y Brapis, valores indiscutibles del rap local. Fueron precisos e impecables. Los celulares no me dejan ver el escenario cuando suenan los primeros acordes de Hello Coto y el piso del Salón Metropolitano tiembla con las primeras líneas del artista oriundo de Almagro. Barras precisas y un flow rampante para quien camina el podio de los barones (sí, con b alta) del rap hispano.
“Este es el maldito modo diablo”, sentencia el Duko y su gente se lo toma bien en serio. Las casi ocho mil personas que desde el día anterior acampaban en las inmediaciones del predio no le pierden pisada. Rapean sus rimas, cantan sus reggaetones y gritan, parando y saltando a pedido del artista, durante la intensísima hora y pico que dura el show.
Se lo ve sólido y sereno en el escenario. Esa mirada perdida, que ya es su marca registrada, es solo una fachada. El Duko está más atento y sharp que nunca. Ausculta al público detenidamente para asegurarse que todes la estén pasando bien. El Metro es un espacio cerrado y la noche del viernes en Rosario registra una humedad de casi el cien por ciento: caldo de cultivo para desmayos y descomposturas, en un pogo bravísimo, no apto para infancias. Es un pogo bien rockero.
No venía desde antes de la pandemia. Esta es la última fecha antes de una gira que lo llevará a recorrer Uruguay –con cinco fechas soldout– Puerto Rico, España e incluso Estados Unidos. En sus inicios rapeaba en las plazas y hoy es el mayor exponente del género urbano en nuestro país. Bizarrap dice que es el uno, Nicky Nicole dice “no vas a conocer a nadie igual” y mientras algunos todavía hablan de “ascenso meteórico”, el Duki celebra una década de esfuerzos, calle y muchas vicisitudes en el medio. Después de tantos años, yo no le diría suerte.
El calor descomprime cuando se abre una puerta al costado del escenario. Ahora sí, de acá hasta el cierre, el show no parará más. Los cuatro que están arriba interpretarán –de a uno– varios hitazos entre los cuales destacan la sesión con Biza, Tumbando el Club (himno del trap argentino) y una versión de Harakiri que –spoiler alert– termina en un encendido techno que pone a saltar a toda la gente. Los géneros no existen para la nueva escuela. Un puntito extra.
La banda es otro punto de porque el show es rock puro. Julián Montes en el bajo, con reminiscencias a Korn y a System of a Down (para una cronista criada en los 90) y el ex batero de Carajo, Andrés Vilanova, aportan una base metalera y sólida, especial para que el flow del Duki repose y se luzca. Parece que no se esfuerzan. Yesan en guitarra, apoyo de voces y teclas, conjuga riffs bien rockeros con guitarra acústica, administrando los momentos como director de orquesta. Que power este trío.
Alguien me dijo que se iba a complicar / si somos lo que hicimos, no lo pienso olvidar. Es una de las tantas colaboraciones que suenan, sin las voces invitadas: solo la estrofa del Duki. El tema lo hizo con uno de sus referentes y amigo, Dano Ziontifik. Y Duki es, sin dudas, lo que hizo, con lo bueno y con lo malo. No regrets. Su obra habla de esfuerzo, de amistad, de tropezar y volver al camino, de amor y desamor. Cumplir la profecía es cuestión de estar al tiro. Más real no se consigue.
She don't Give a Fo cierra la lista. Es la canción que todes nos iremos cantando. La gente, sin embargo, pide una más y suena, como compensación de un principio accidentado, Givenchy. “Gracias por elegirme”, dice, antes de dejar el escenario donde acaba de demostrar que es un auténtico rockstar. El nuevo rocanrol está de fiesta. Hasta la vuelta, rey.