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La fascinación por un mecanismo de 4000 piezas, el compromiso con sonidos de tradición rioplatense y el propósito de recuperar una industria alemana bombardeada durante la II Guerra Mundial, son los pilares de los luthiers y fabricantes locales de bandoneones que mantienen vivo un mercado pequeño pero resistente al paso del tiempo.

"Estaba cursando en la Escuela de Música Popular de Avellaneda y un día vi un bandoneón desarmado que me atrajo automáticamente: recuerdo que pensé 'qué lindo sería poder fabricarlo'", dijo a Télam Baltazar Estol, de 36 años, uno de los pocos luthiers del instrumento que hay en el país y que este jueves conmemora su Día Nacional en homenaje al nacimiento de Aníbal Troilo.

Ya había estudiado música de forma autodidacta, ya había hecho un taller para reparar guitarras, ya había empezado a estudiar música popular cuando en 2007 le pidió prestado un bandoneón "abierto" a un amigo y, simplemente, agarró lápiz, papel y se puso a estudiar los planos.

"Me fui alejando de la práctica musical y, al mismo tiempo, empezó a ganar mucho espacio el taller: empecé a replicar las piezas del instrumento sin siquiera tener las herramientas adecuadas hasta que terminé el primero, al que mucho no le podía pedir", recordó.

Y se hizo el año 2010 cuando, hierro, acero, bronce, aluminio, zinc, madera, cuero, tela, cartón, cuerina, plástico, nácar y más de 4000 piezas después, terminó su primer bandoneón "100 por ciento funcional que empecé a mostrarle a los músicos y en ese momento resultaba insólito ver un instrumento nuevo".

El bandoneón nació en Alemania en 1840 pero recién llegó al puerto de Buenos Aires en 1890. En 1907 en la ciudad de Carsfeld, Alemania, se instaló una fábrica que abasteció de bandoneones no sólo al Río de la Plata sino a toda América del Sur pero fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial.

"En esa época cerraron muchas fábricas y la producción masiva se detuvo. La mayoría de los instrumentos que hoy se usan en el tango, el folclore, el chamamé fueron fabricados hasta esa época", apuntó Estol, parte de la escena local, pequeña y atomizada de luthiers.

Con una clientela, en su mayoría, conformada por músicos profesionales de la talla de Víctor Lavallén, Ernesto Molina y Juanjo Mosalini, Estol se especializó en un modelo clásico de bandoneón "71 teclas bi sonoro diatónico" que cuesta alrededor de 6500 dólares y que le demanda, al menos, dos meses de trabajo. Hoy tiene por delante 9 encargados que le tomarán hasta fines de 2020.

"Los bandoneones de Baltazar están buenísimos, muchos músicos que la rompen los eligen. Nosotros, en cambio, trabajamos en que los que ya existen y están dando vueltas sobrevivan, que no es poca cosa", dice Pablo Lepiane, de 34 en su taller de La Boca, Fuelles del Sur.

"Son instrumentos de más de 100 años que han sido tocados por muchas personas, han soportado mucha humedad o han sido manipulados por alguien que no los cuidó y hay que hacer magia, pero es lindo cuando el cliente quiere invertir en eso", contó.

Su historia como luthier también empezó inesperadamente, cuando cobró un seguro por la muerte de su abuelo y sin conocer nada sobre música decidió comprar un bandoneón porque en la adolescencia había escuchado un disco de Astor Piazzolla y el sonido le "quedó resonando".

"Lo tuve guardado seis meses -contó- porque me parecía imposible, pero si te pica el bichito del bandoneón te obsesionás, tanto, que cuando me fui a vivir a Misiones conocí un amigo que enseñaba a 300 kilómetros de mi casa y yo viajaba para estudiar, hasta que supe de un curso de luthería en Buenos Aires y volví".