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Las esperas suelen ser larguísimas en los centros de cómputos en los que se aguardan los resultados de los comicios, y siempre es mejor que los guarismos sean buenos, sobre todo para el periodista a quien le tocó en suerte pasar allí el domingo, a la espera de cifras que clarifiquen la voluntad popular.

Porque si el espacio político gana, el estallido se parece a una fiesta de cumpleaños donde hay torta, sandwichitos, cumbia, jolgorio, cotillón. Vienen los candidatos, los amigos de los candidatos, los militantes y algunos colados que pecaban de escépticos y ahora empiezan a alardear: “No te dije yo que ganaba, eh? No te lo dije?”, con tonito superador... “Dale campeón, dale campeóooon!”, retumban los canticos futboleros, con bombos incluidos. Alli los discursos son  eufóricos y nunca terminan… interrumpidos por ingeniosas canciones de los militantes que le enrostran el triunfo al rival, arrancándole una sonrisa enhiesta al ganador o ganadora que simula poner un poco de orden mientras disfruta a destajo de tal algarabía. El clima de fiesta y descontrol se extienden por largas horas y todos los referentes del espacio político están deseosos de responder preguntas a los medios de comunicación presentes, sonrientes bajo una lluvia de papel picado que cae intermitente. Mientras esos mismos cronistas en medio de tanta gritería se desgargantan retratando las escenas del festejo.

Ahora bien, si ese mismo espacio político pierde…  conforme pasan las horas la cumbia que hacia vibrar los parlantes se transforma en música instrumental, los referentes políticos escasean, el catering se vuelve cada vez mas exiguo, apenas respaldado por un dispenser y algún mate amigo aportado por un puñadito de militantes que en silencio esperan el milagro del repunte. Y los pocos dirigentes que permanecen en el lugar tienen más cara de que velorio que de voceros de la llamada fiesta de la democracia. No solo no llegan en masa los militantes. Si la derrota es contundente, tampoco arriban los candidatos, ni los amigos de los candidatos, ni los los más profundamente convencidos. Y si acaso viene alguno de esos hombres o mujeres que vimos hasta el hartazgo en los afiches, es en una escueta aparición con mueca de circunstancia que disimula la desolación (como esos concursantes obligados a aplaudir al competidor que les roba su sueño, solo por compromiso). Aunque casi siempre los que ponen la cara son unos pocos que asumen la responsabilidad colectiva, intentando salir airosos del mal momento.

En esos casos la escena es recurrente, cuando aún no están cargadas ni la mitad de las mesas y el panorama sigue fulero, quienes están a cargo de la organización de los medios de prensa se acercan y preguntan a los periodistas presentes: “Cuando se van?...” Poniendo sin disimulo una escoba tras la puerta. “Porque tenemos que desarmar y apagar los equipos”, aclaran apurados como si hiciera falta. Y ante la posibilidad de quedar a oscuras, sin nada para comer, ni beber, ni decir… Todos emprendemos el regreso, contagiados de ese espíritu cabizbajo, taciturno y derrotista. Y bueno, que el ultimo apague la luz… Y que en la próxima cobertura rocemos el éxito…