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La tradición económica ortodoxa ha implantado un modelo de medición a efectos de determinar que parte de la población está bajo la línea de indigencia y cual –habiéndola superado– se encuentra aún bajo condiciones de pobreza. El concepto implica que una persona indigente es a la vez una persona pobre, pero no todo pobre es indigente porque podría haber cubierto sus necesidades alimentarias.

Se conocen dos tipos de mediciones para determinar la situación social de los más vulnerados. Una se conoce como criterio indirecto, consistente en determinar los ingresos personales y a partir de ellos inferir qué cosas podría compra y qué no con ellos. La otra, el criterio directo que no es presuntivo sino que resulta de conocer cómo son las condiciones de hábitat. Esto último se tradujo en un indicador conocido como el de las necesidades básicas insatisfechas (NBI). En este caso son las condiciones en las que viven las personas las que definirían indigencia o pobreza, si tiene o no agua potable, cloacas, tipo de piso, de techo, sanitarios, etc.

En nuestro país, en base al criterio o método indirecto, se utiliza la encuesta permanente de hogares para medir ingresos. Tal encuesta ha sido diseñada originalmente para medir el empleo y no el ingreso, por lo cual los resultados disponibles que buscan determinar niveles de ingresos siempre han dejado porosidades insalvables.

Como se utilizaron y se siguen utilizando estos resultados para determinar los niveles de ingreso de las personas y de los hogares, debemos saber que no son representativos sino que subestiman un conjunto de situaciones, entre otras las brechas que separan a los que mayores ingresos tienen de los que menos perciben. Otras estadísticas, también producidas por el estado nacional, exhiben brechas de ingreso sensiblemente mayores a las que surgen de la encuesta permanente de hogares.

El INDEC publicó hace más de un año, el 24 de abril de 2014, una gacetilla en la que afirmaba: “En el día de ayer se discontinuó la publicación de la serie histórica de la medición de incidencia de pobreza e indigencia por ingresos monetarios que el instituto estadístico venía realizando desde 1993 por contar con severas carencias metodológicas, sumadas al hecho de la discontinuación del IPC-GBA y la imposibilidad de empalme con el nuevo IPC-NU”.

¿Qué implica esto? Desde enero de 2014 hay un nuevo índice (IPC-NU) que mide la variación de los precios al consumidor circunscripto a la realidad urbana pero de alcance nacional. El anterior lo hacía sobre el Gran Buenos Aires (IPC-GBA).

Para la medición anterior una persona era indigente si los ingresos disponibles no le permitían adquirir un conjunto de productos alimenticios, en determinadas proporciones, equivalentes a un determinado número de kilocalorías diarias. Se trata de la llamada Canasta Básica Alimentaria (CBA). Superado ese ingreso seguía siendo pobre siempre y cuando el ingreso no le permitiese superar ese umbral. Si el ingreso le hubiere permitido cubrir no sólo la CBA sino todo lo que necesita para vivir dignamente, en base a esos criterios, la persona dejaría de ser pobre. La Canasta Básica Total (CBT) se compone entonces por la CBA más un adicional, construido estadísticamente.

Si proyectamos aquella metodología a hoy, utilizando índices de precios oficiales tanto nacionales como provinciales (IPC 9), la resultante sería la siguiente:

Un varón de entre 30 y 59 años, sin familiares a cargo, necesitaría para no ser indigente, un ingreso mensual –en mayo de 2015– de 1.024,51 pesos (34,15 por día). Si tuviera un ingreso menor sería indigente y si fuese mayor seguiría siendo pobre siempre y cuando su ingreso mensual no supere los 1.906,68 pesos.

Claramente este concepto de indigencia y pobreza tiene varios problemas, razón por la cual este cronista estima es el motivo central que llevó al Ministerio de Economía a suspender (eventualmente clausurar) la antigua medición aunque no lo diga explícitamente.

¿Cuáles son esos problemas?

La CBA está integrada por 27 productos alimenticios, 14 de los cuales -para ser consumidos- necesitan algún tipo de energía. Ellos son: arroz, harina de trigo, harina de maíz, fideos, papa, batata, legumbres, carne, huevos, té, café, yerba, aceite, leche. La medición presume que la energía llueve desde el cielo, brota desde el suelo, su provisión es gratuita o tomada en forma clandestina.

Los 27 productos alimenticios, en su composición por cantidades, definen una dieta con fuerte presencia de carbohidratos, lo cual homologa que la canasta para un indigente o para un pobre debería responder a un patrón de consumo criticable desde varias aristas. Ejemplo: un varón de entre 30 y 59 años (“adulto equivalente” en el concepto estadístico) necesitaría consumir mensualmente 6 kilos de pan, 7 kilos de papa, 1 kilo de harina de trigo, 1 kilo y 300 gramos de fideos, 6 kilos de carnes, 60 gramos de café, entre otros a fin de cubrir las 2.700 kilocalorías diarias que le permitan no ser indigente.

Superada la indigencia, un varón de esa edad, sin familiares a cargo necesitaría tener un ingreso mensual de 1.905,68 pesos en mayo de 2015 para dejar de ser pobre. El número ofende al sentido común, a la defensa de una vida digna e implica abandonar el concepto de vivir y reemplazarlo por el sobre vivir.

Para el caso que el hogar no esté compuesto sólo por un varón de entre 30 y 59 años, sino que se extienda a una mujer en la misma franja etaria y a dos hijas/os, de 9 y 14 años la CBA se expande y se necesitarían 3.503,82 pesos para cubrirla sin salir de la línea de pobreza. Tal hogar dejaría de ser pobre si su ingreso mensual, siempre para mayo de 2015 hubiere sido de 6.520,85 pesos. Considerar que un núcleo familiar con esa composición y ese ingreso pueda dejar de ser pobre, requiere ser propietario u ocupante gratuito de la vivienda, no tener gastos en transporte, ni en educación, salud, reparaciones para el hogar, compra o reposición de electrodomésticos, entre otros.

Finalmente, afirmar que la indigencia y la pobreza han aumentado en nuestro país desde el 2003 es negar el impacto de las políticas inclusivas desarrolladas, entre ellas la Asignación Universal por Hijo y la ampliación de la cobertura jubilatoria sumadas a la nueva dinámica inicial ocurrida en el proceso de generación de empleo (registrado, no registrado y precario) desde aquel año. Este cronista no duda que, aunque con algunos estancamientos y retrocesos, la indigencia y la pobreza han tenido una tendencia descendente, en parte fruto de las políticas activas de intervención. La discusión que plantea esta nota es sobre el tamaño, tanto el anterior como el actual del problema, no de su tendencia. Por esta razón, si se considera no pobre una familia que –como en el ejemplo- hubiere tenido un ingreso mensual de 6.520,85 pesos ( 54,34 por día) en mayo de 2015, es probable que el número de pobres sea del 5 por ciento o se ubique dentro de esa banda. Si se trabaja con un concepto más amplio, asociado a los estándares de vida del año 2015, la proporción será sensiblemente mayor.

Es llamativo que la presidenta haya cifrado en 5 por ciento la pobreza en Argentina cuando hay un conjunto de programas nacionales en vigencia que dicen lo contrario. Al sólo título ejemplificativo puede decirse que la Asignación Universal por Hijo llega a 3.620.000 beneficiarios, el programa denominado “Asistencia financiera a jóvenes desocupados” llega a 1.601.000 beneficiarios, el programa denominado “Asistencia alimentaria a hogares indigentes” llega a 1.560.000 beneficiarios, el programa denominado “Ingresos de inclusión social” lo hace a 458.000 beneficiarios, entre otros.

En consecuencia, delinear una política inclusiva errando la medición en el tamaño del problema siempre resultará insuficiente. De lo contrario la exteriorización de la situación de pobreza que exhibe el hábitat de hasta el 18 por ciento de la población de algunos conglomerados urbanos configuraría un error estadístico