Sarmiento es un personaje paradójico, contradictorio, sincericida, brillante a veces, infame otras tantas, amado, odiado… pero nunca ignorado. Lo llamaban “el loco Sarmiento” en tiempos en los cuales el apodo “loco” podía ofender hasta llegar a una batida a duelo, pero Domingo se ganó el mote con justicia a base de dichos y acciones que lo perfilaron como un distinto de su tiempo.

Nació en una humilde casa de San Juan el 15 de febrero de 1811 y su formación para llegar a ser una referencia en la educación fue más bien producto de su autodidactismo que de la básica y rudimentaria educación recibida.

En la década de 1830 se exilió en Chile por cuestiones políticas y allí empezó a foguear su condición de "loco". Cruzando los Andes trabajó de todo: periodista, docente, minero, escenógrafo, mozo y hasta de capataz en una chacra, cuyo dueño, preocupado, escribió “tengo un capataz loco que se pasa horas leyendo en voz alta entre los árboles. Cuando se le pregunta qué lee, dice que está estudiando para ser presidente de la Argentina”. Loco, pero no se andaba con chiquitadas.

Entramos en la década de 1840, faltaría mucho para que el capataz loco fuera Presidente de Argentina, pero en estos tiempos tiene una cierta relevancia política: comenzó a asesorar al gobierno chileno en materia de educación y su nombre empezó a resonar cada vez más fuerte en los ámbitos académicos. Allí escribió el Facundo, un palazo al caudillismo federal que se vivía en Argentina y que lo había empujado al exilio. Provocador como era, se moría de ganas de que el libro entrara a nuestro país y al loco se le ocurrió mandar ejemplares escondidos en paquetes dirigidos a un médico amigo.

Roció los paquetes con asafétida, un compuesto de olor inaguantable y los acompañó de una carta en la cual decía que eran medicamentos contra la tos ferina. Esto hizo que pasara directamente los recelosos controles que el gobierno de Juan Manuel de Rosas realizaba sobre todo aquello que provenía del extranjero y así se empezó a diseminar por el país su doctrina antirrosista. Loco, pero bicho.

En 1845 el Gobierno chileno lo reconoció como una referencia en la educación y lo mandó a Europa para que informara sobre los avances pedagógicos del viejo continente. Estando allí, Sarmiento fue cuidadoso con sus gastos y más cuidadoso aún con el registro de los mismos.  "Siendo por hábito desarreglado, me he propuesto llevar razón de los gastos que hago", se atajó el sanjuanino en el informe presentado al gobierno de Chile al momento de liquidar viáticos.

Su minuciosidad lo llevó a registrar, por ejemplo, un corte de barba en París y un pantalón que se compró en Madrid. Pero además, Mingo destinó varios billetitos a una orgía el 26 de octubre de 1846 en la capital española que quedó asentada en las rendiciones. El loco de costumbres desarregladas se había propuesto registrar sus gastos y vaya que el loco los registró.

Fue en este mismo viaje en el que se tomó un rato para visitar a Don José de San Martín, que residía en Francia. El loco y el Libertador, más allá de las hospitalidades propias del encuentro, no terminaron muy bien. San Martín veía en Rosas un continuador de la independencia que él había logrado décadas atrás, Rosas había logrado torcer las pretensiones de Francia e Inglaterra sobre el Río de la Plata y el Libertador valoró tanto tal gesta que en su testamento ordenó se le entregara a Rosas su sable corvo.

Para Sarmiento, la defensa sanmartiniana de quien él consideraba un dictador era inadmisible. En voz alta y exaltado, Sarmiento le preguntó de qué servía a los argentinos la tan “cacareada independencia” si Rosas no respetaba una sola libertad. San Martín le contestó que exageraba con sus críticas y Sarmiento se retiró un tanto molesto de la casa del Libertador. Loco…y un poco irreverente con uno de los responsables de la independencia americana.

En 1852, cuando Justo José de Urquiza decidió enfrentarse a Juan Manuel de Rosas, Sarmiento no quería perderse la oportunidad y decidió acompañarlo en su ejército. Se presentó con un uniforme y silla de montar europeos, de punta en blanco y más de un soldado debe haberse mofado de las ínfulas del sanjuanino. Si Sarmiento tomó el fusil, fue para posar, porque nunca combatió, solo se dedicó a llevar un diario relatando los movimientos del ejército, pero nadie le pudo sacar la satisfacción de haber formado parte de la operación militar que derrocó a Rosas. Sin embargo, el loco, tan contradictorio como era, no dudaría en escribir años más tarde que  “Urquiza debe desaparecer de la escena, cueste lo que cueste” y que la cosa con él era simple: el exilio “o la horca”.

Con Rosas lejos, Sarmiento pudo quedarse en el país, y en 1856 como Inspector General de Escuelas protagonizó otro ítem en su currículum de “loco”. Ejerciendo sus funciones de contralor en una escuela, advirtió que los alumnos andaban flojitos en Gramática. Un profesor osó contradecirlo diciendo que los signos de puntuación no eran importantes y el loco se cebó. Sarmiento escribió en el pizarrón la siguiente frase: “El maestro dice, el inspector es un ignorante” "Yo nunca diría eso de usted, señor Sarmiento", le contestó un tanto incómodo el profesor. "Pues yo sí", dijo Domingo empuñando la tiza y agregando una coma a la oración: "El maestro, dice el inspector, es un ignorante". Un loco y punto, sin coma.

Entramos a la década de 1860 y no es que Mingo se mandara una o dos locuras por década, pero hay que ser breves. Lo encontramos a Domingo como Gobernador de su provincia natal y su excentricidad intacta. Obsesionado con la educación, ordenó la construcción de una escuela en terrenos que pertenecían a una Iglesia que los tenía deshabitados. Ante esto, un sacerdote le pasó factura: lo acusó de tener cola por ser “hijo del diablo”. Cuando Sarmiento se lo cruzó por la calle, lo paró y llevándose las manos a sus nalgas, le dijo: "Toque, padre. Compruebe que tengo rabo, así podrá predicar su sermón con fundamento".

12 de Octubre de 1868. Sarmiento Presidente. La cara del dueño de la chacra chilena al enterarse debió haber sido de antología (si alguna vez se enteró). Y siguió haciendo de las suyas: cometió la locura de meterse con los terratenientes y ganaderos (que habían sido, eran y hasta el día de hoy, son, el poder real que trasciende políticos e ideas). “Las vacas dirigen la política argentina”, decía ofuscado, "quieren que el gobierno, quieren que nosotros, que no tenemos una vaca, contribuyamos a triplicarles su fortuna (...) a los millonarios que pasan su vida mirando cómo paren las vacas".

Su presidencia, que terminó en 1874, dejó como resultado el primer censo nacional, alrededor de 800 escuelas (con 100.000 niños estudiando, lo que significó triplicar la escolaridad hasta entonces), institutos militares como el Liceo Naval y el Colegio Militar y un gran desarrollo en las comunicaciones (modernizó el servicio postal, duplicó la red ferroviaria y se tendieron 5.000 kilómetros de cables telegráficos). Una locura.

Entre la segunda mitad de la década de 1870 y primera mitad de la de 1880 siguió ligado a la función pública desde múltiples sectores y participó activamente en la redacción y aprobación de la Ley 1.420 de Educación Común de 1884 que rige hasta el día de hoy y que establece que la enseñanza primaria debe ser laica, obligatoria, gratuita y gradual.

La última paradoja en su loca vida. En 1872 escribió: "Estamos por dudar que exista el Paraguay. (…) En ellos se perpetúa la barbarie primitiva y colonial. Son unos perros ignorantes (...)". Quince años después, en 1887, partió a esas tierras que tanto defenestraba en busca de un clima templado que le mejorara la salud. Terminó escribiendo: “Me va tan bien aquí, trabajo tanto de cuerpo y alma y sueño cosas tan posibles que no tengo hora de descanso”Allí, en Asunción, un 11 de Septiembre de 1888, finalmente se echó a descansar para siempre.

 

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR