Cómo se vivió el partido desde las oficinas, los almacenes y las calles
Ana acaba de volver al trabajo de su licencia por maternidad. Mientras su bebé sea tan bebé y no pueda ir a la cancha, ella le hace el aguante. Por eso este jueves, no sin lamentarlo, no sin quejarse, mira el clásico desde su oficina. El compañero que trabaja frente a su computadora se pidió el día y está en el Gigante. Piensa en él y lo envidia fuerte. Los otros que quedan, o no son hinchas de equipos rosarinos, o no les interesa. Uno es fanático del folclore y se encargó de preparar una picada. El resto primero está en otra, de a poco se van contagiando. Picotean, miran una pantalla, miran la otra, hacen que laburan, giran la cabeza. Todos y todas miran el partido. Están en pleno centro y afuera parece que todo bajó un cambio. Una pausa, un partido, y a seguir.
La cancha está que explota. Los bares que ofrecen el partido, también. En las casas, puertas adentro, el panorama se conoce de memoria: mate o porrón, picada o facturas, amigos, amigas, familias enteras, todos alrededor de una pantalla. Se sabe que el clásico rosarino hace que la ciudad vibre de otra forma, con más intensidad, con las pasiones a flor de piel. La inusual fecha, sin embargo, hizo que más de uno tenga que llevar sus rituales y emociones a su lugar de trabajo: un taxi, un almacén, una oficina, una casa.
No se trata sólo de jugar un clásico un jueves a las 16. Es también el último jueves de las vacaciones de invierno y no hace tanto frío. En la calle, circulan niños y niñas que no quieren perderse ni un instante de su descanso, van y vienen los autos, y se nota que los transeúntes que circulan lo hacen en la suya, sin una pizca de interés en el partido. En el laguito del Parque Independencia, pasadas las 17, los barquitos están a pleno. Al costado, Emilce, una vendedora ambulante, asegura que, pese a que "la cosa está complicada", lo que más vende son las banderas y camisetas de Newell's.
En la zona de 27 de febrero y Oroño, hay unos inflables y decenas de chicos y chicas pasándola bomba. La joven que trabaja en el lugar asegura que no es el día más concurrido de lo que va de las vacaciones. En su puesto suena cumbia por la radio, dice que es porque no la dejan escuchar el partido. Es hincha de Newell's y aprovecha el encuentro con este medio para preguntar el resultado parcial. En ese momento, Rosario Central ya llevaba la delantera.
Betiana es recepcionista en un laboratorio bioquímico y una "hincha ferviente" de Newell's. "Te soy sincera, los clásicos para mí son un mundo aparte", dice a RosarioPlus.com. "Si no son de local, trato de no mirarlos, porque me ponen súper nerviosa. Entonces, este horario está genial, porque me distraigo en el laburo, no pienso en el partido. Mis compañeros de trabajo que son leprosos piensan lo mismo. Los canallas se quieren matar".
En el trabajo de Betiana no hay televisores disponibles para mirar el partido, salvo que sea un Mundial. Hay que hacer como si nada o tomarse un día de vacaciones. La jornada laboral en el laboratorio termina a las 17. Ella estima que a esa hora más de uno se va a ir corriendo a la transmisión más cercana.
Gonzalo tiene un almacén en barrio Azcuénaga. "Estoy totalmente en desacuerdo con el horario", manifiesta a RosarioPlus.com. "Si fuera de local, seguramente hubiera estado ahí", dice el comerciante leproso. Gonzalo tiene una empleada, hincha de Rosario Central. La semana pasada la joven lo agarró desprevenido y le pidió el día, él no lo dudó. Ahora, mientras arranca el clásico, asegura que "se quiere matar". El plan hubiera sido otro: una juntada con amigos leprosos y una tarde más relajada. "Por suerte, tengo el negocio en mi casa. Estoy adentro y si alguien toca timbre, atiendo rapidito y después sigo mirando el partido", se consuela.
La esquina de Presidente Roca y Avenida Pellegrini oficia, no por primera vez, de punto de encuentro leproso y sirve para descargar la manija de cancha, la bronca de seguir sin visitantes, para compartir tensiones e impresiones. Adentro y afuera del bar se escucha y mira el partido, cánticos y comentarios de por medio.
Es jueves y la tarde cae en Rosario. Esta vez, al son de una serie de bocinazos que nace en Arroyito y se dispersa por toda la ciudad. Dulce y Fabián estaban vendiendo en la zona del Parque Alem pero, visto el resultado, mudaron su puesto a Avellaneda y Carballo, apuntando a todos los rosarinos y rosarinas que se van de paso para el Gigante y la zona. Vendieron camisetas a 3500 pesos, banderas a mil y 1500. Los dos aseguraron que las ventas fueron buenas, con el paso de las horas y la efervescencia, la noche de Dulce y Fabián también iba a ser para, al fin, respirar en paz.