"La sustancia" una pregunta sobre el lugar que le damos a la experiencia
Un comentario sobre la película del momento un nuevo exponente del body horror, dirigida por la francesa Coralie Fargeat. Spoiler alert: si aún no la viste, esta nota contiene información relevante sobre la película.
La película La Sustancia, de la francesa Coralie Fargeat, llegó a la streaming a través de la plataforma MUBI. La más reciente representante del body horror, un éxito de taquilla en todo el mundo, y un más que intrépido relato sobre los absurdos estándares de belleza, promete seguir con su despliegue de interrogantes lacerantes. Con la impactante actuación de Demi Moore, una de las mejores interpretaciones de su carrera según la crítica, el film explora a fondo la tóxica cultura de la belleza y también qué lugar existe para la vida adulta.
La trama muestra la angustia de Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una estrella de Hollywood de antaño que ahora conduce un ciclo de entrenamiento corporal para mujeres. Elizabeth se enfrenta a un golpe devastador el día de su cumpleaños número cincuenta cuando el productor decide desplazarla por ya no tener la juventud necesaria para ocupar un lugar en la industria del entretenimiento. En medio de esta crisis, un laboratorio le ofrece una sustancia que promete transformarla en una versión mejorada de sí misma: más joven, más bella.
La película plantea el problema de la juventud y el mandato de la su eterna permanencia. La industria del entretenimiento que la fomenta y la industria farmacéutica que lucra con la oferta de soluciones. Otro dato importante es que esta experiencia a la que Elizabeth se somete en busca de la juventud eterna, es totalmente clandestina y alejada de cualquier circuito legal, como muchas veces sucede con los tratamientos de belleza. Ella se identifica con un número, el 503, retira su paquete en una habitación en un suburbio, no tiene contacto con ninguna persona, no hay cara visible ni firma a quien reclamarle. En el anonimato se expone a una experiencia de la cual desconoce las consecuencias.
La juventud se presenta en la estación del verano. Siempre hay sol, reuniones de amigos y colores brillantes en la vida de Sue (Margaret Qualley), la versión joven de Elisabeth. Los vestuarios son en rosa, metalizados y cueros acharolados que destacan la hegemonía de un cuerpo sin fallas, ese que alguna vez supo tener Elizabeth.
La adultez, el paso del tiempo, el tránsito hacia la vejez, es el otoño. Para Hollywood esta etapa inicia a partir de los exactos cincuenta años y se la vincula solo y exclusivamente con el deterioro físico. En la película se simboliza con una hoja seca que cae sobre la estrella con el nombre de Elizabeth, en el icónico Paseo de la Fama. Estrella que le fue otorgada en su pasado a Elizabeth tras ganar un Oscar. Ahora, se imponen para ella entonces una paleta de colores apagados, ya no hay amigos (brinda sola el día de su cumpleaños) y la televisión y la comida son su compañía.
El único vestuario que comparten es el tapado amarillo. Amarillo como el color de la yema del huevo que se duplica en el video explicativo sobre la sustancia, ese que Elizabeth recibió en primer lugar. Una metáfora que insiste en la idea de que son una y la misma cosa, pero que rápida e intencionalmente se diluye.
Sue sólo usa el tapado una sóla vez, luego va desarrollando su propio estilo más juvenil y relajado, a la vez que guarda la ropa de Elizabeth en cajas a las que etiqueta con la leyenda “basura vieja”. Dentro de esa “basura vieja” vemos la marca Roger Vivier, uno de los nombres más icónicos de la moda francesa, considerado el mejor diseñador de zapatos del siglo XX y responsable de calzar el New Look de Dior durante los años cincuenta. La actitud de Sue, al catalogar estos accesorios como basura vieja, también nos dice algo sobre la vulgaridad de la belleza actual en desmedro de un legado cultural.
Si bien la película muestra el dilema existencial que atraviesa una personas en su edad adulta, ese dilema no está aislado de un contexto cultural, social y económico. ¿Qué lugar se le da a los adultos? ¿Cuál a la experiencia? ¿Qué valor tiene una historia dentro de la industria? Esta pregunta es también una pregunta por el lugar de la memoria y la transimisión. Elizabeth, pareciera no tener nada que aportarle a Sue más que su belleza y así lo creen ambas, no sólo Sue. Insistamos, son la misma persona, es la misma conciencia.
No hay ninguna afirmación en relación al camino recorrido, a la experiencia obtenida, a las dificultades atravesadas. Prueba de esto es el hecho de que en su versión nueva, Elizabeth sólo quiere volver a ocupar el lugar que ya había ocupado antes. No sólo que no hay una búsqueda de hacer otra historia, ni siquiera hay una intención de revancha contra quien la despidió injustamente incumpliendo su contrato. Rápidamente Sue se acomoda en la industria y vuelve a aceptar las mieles del lugar que le es dado olvidándose de cómo llegó allí. Porque hay algo en lo que la película insiste a pesar de la negación de los personajes: Elizabeth y Sue son una, poseen una misma consciencia.
Elizabeth tiene una oportunidad de afirmarse en su adultez. Al inicio, en el mismo momento en que recibe la oferta de la sustancia, se encuentra azarosamente con un excomapeñero de la secundaria que le dice de salir a tomar un café algún día. Un personaje bastante patético, pero que parece admirarla y haber seguido su recorrido como estrella. Es una huída acorde a su vanidad la que se le presenta, pero una huída al fin. Quizás ese encuentro le ermita salir de la posición de angustia en la que se encuentra. Ya con la experiencia en marcha, acude a este compañero. Se viste, se maquilla, pero no puede salir. La comparación con Su la hace sentir horrorosa, fea, vieja. Una mirada, la suya propia, que la lacera.
Si bien la película nos va dejando la sensación de una experiencia que se hecha a perder, de que Su y Elizabeth desaprovechan una oportunidad, esta no es tal. La posibilidad que ofrece la sustancia desde el momento mismo que se acepta se pierde. Por eso no pueden tener un balance virtuoso: siete días una, siete días otras. Qué clase de subjetividad aceptaría una experiencia semejante a no ser aquella que piense que la mejor versión de uno es una más bella y joven; sino una que justamente haya consagrado toda su vida a la belleza y la juventud. El equilibrio que exige el experimento sin excepciones, está roto de entrada.
La película abre la pregunta sobre la vida adulta y el tránsito hacia la vejez. Siguiendo con la metáfora de las estaciones, si la juventud es el verano, y a partir de los cincuenta ingresamos en un otoño, la vejez bien puede ser la primavera. Es necesario entonces, pensar en una vejez que no sólo se posea, sino que principalmente se conquiste. La primavera no nace sino del despojo de todo lo viejo. El modo de vida de Elizabeth fijado en un veranito, anclado en una belleza sin cicatrices, sin historia, sin huellas, es un modo de existencia viejo, de valores perimidos, que es necesario dejar caer para habitar otro cuerpo y además hacerlo vitalmente.
Un cuerpo adulto, de peso, con historia, con huellas. Como el Kintsugi, esa técnica centenaria japonesa que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y en lugar de disimular las rajaduras y las líneas de rotura, se les otorga un nuevo valor y se las hace más visibles utilizando polvo de oro o plata líquida. Una belleza que ponga en valor una historia.