Se puede creerle a la víctima y a la vez sostener el principio de inocencia. No es una contradicción. es una obligación. Alberto Fernández insistió ayer, en dos reportajes, que no golpeó a Fabiola Yáñez. Asegura que el ojo negro de la ex primera dama que todo el mundo vió es por “un tratamiento antiarrugas”. Ella sostiene que la golpeaba incluso durante “tres días”. El ex presidente filtró que su ex mujer tiene “problemas de adicción al alcohol” y que preserva un cruce de chats con la madre en la que hablan preocupados por el tema. Todo eso lo dirá la Justicia. El ya era un muerto político y quizás no pueda resucitar tampoco socialmente.

La sociedad argentina no es como –por ejemplo– la estadounidense en estos temas. Eso puede ser una suerte desde algún punto de vista. Pero hay que comprender que la condena a la violencia de género se encuentra circunscrita a sectores progresistas que, por suerte se han
ampliado en los últimos años. Pero no es mayoritaria; si no Javier Milei no sería presidente de la Nación. Este gobierno que reivindica al ex presidente Carlos Menem, sabe que a ese mandatario no sólo se le perdonaron y festejaron las múltiples infidelidades con mujeres de la farándula; sino que no hubo quien defendiera a Zulema Yoma cuando fue echada de la residencia de Olivos por la Casa Militar. El Gran Macho Argentino quedó a salvo y no fue ese su fin político.

El pensamiento libertario aprovecha al máximo el oscuro y triste final del ex presidente Fernández y le saca jugo a la supuesta “estafa progresista feminista”. Pero en el fondo, con un machismo exacerbado, descree de la denuncia de Fabiola a la que en ningún momento defendió
ni nombró.

El peronismo quería sacarse de encima a Alberto Fernández antes de que finalizara su mandato. Era un lastre político por su gestión y por el momento que todos querían dejar atrás. Hubo sólo dos lugares en el mundo donde los oficialismos se impusieron después de administrar la pandemia. Todos los demás perdieron, Argentina no iba a ser la excepción.

Fernández ya estaba licenciado de la presidencia del PJ y Axel Kicillof junto con el gobernador riojano Ricardo Quintela se preparaban para resucitar el partido cuando Alberto les tenía preparada una última treta, involuntaria por supuesto: La denuncia de Fabiola y el terremoto político que generó. La reunión en La Rioja se hizo igual, pero se pareció más a un velorio que a un lanzamiento de renovación. Ante este panorama Sergio Massa suspendió un acto en el que iba a reaparecer con críticas al gobierno y les pidió a las mujeres del Frente Renovador, entre ellas a su esposa Malena Galmarini, que emitieran un comunicado repudiando la violencia de género.

La sensación de estafa y de mentira ya había ganado el corazón de la militancia peronista que ahora ve confirmadas sus sospechas respecto de a quién tuvieron que militar y defender. Es muy fácil ahora decirle a Cristina Kirchner que una vez eligió a un candidato que perdió y además se sumó al gobierno de Milei, como Daniel Scioli; y que otra vez designó a alguien que ganó pero gobernó mal y encima tenía debilidades morales. Por eso la ex vicepresidenta salió a condenar la violencia física y a respaldar a Fabiola, pero le agregó una consideración que pretende eximirla a ella de su responsabilidad en la gestión de Fernández: “Fue un mal presidente”, aseguró. Cristina no se equivocó en la designación del candidato que se impuso en las elecciones, se equivocó en no compartir el poder y las decisiones. La historia de que el machismo del ex presidente la marginó de su centralidad, no es muy creíble para quienes la conocen bien.

Una vez más Fernández funge como la cara visible de todos los males peronistas. Era una reducción antes y lo es ahora. Eso le saca de encima responsabilidades a todos. El peronismo ya la tenía difícil antes de la gravísima acusación de la ex primera dama que, como con la foto de la fiesta en Olivos en medio de las restricciones por la pandemia, será responsabilizada nuevamente de los futuros resultados electorales.